Yo estaba ya muy cansado después de tantas horas de viaje, pero la verdad es que no podía dejar de admirar el impresionante paisaje que se iba desplegando kilometro a kilometro a través de la sucia ventanilla.
Nos estabamos adentrando en el fabuloso valle del Draa.
El valle del Draa es el mayor oasis de todo Marruecos, situado en las proximidades de la localidad de Ouarzazate, y surge a lo largo del recorrido del río Draa, antaño el más largo e importante de Marruecos.
Toda la región, situada en la antigua ruta de caravanas, es totalmente evocadora. Tierras de cultivo apenas esbozadas y enormes y opulentos palmerales se alternan con antiguas kasbah de barro y alcázares, muchos de ellos en un ya lamentable estado de conservación y unos pocos, que han corrido mejor suerte, ya rehabilitados.
Camellos (¿o dromedarios?) pasean tranquilamente a la sombra de las palmeras, cuyo verde contrasta y sobresale sobre la aridez rojiza de las montañas que sobresalen al fondo.
Se abría ante mis ojos un Marruecos bien distinto al que ya conocía, al del norte, al de las grandes ciudades, al de Tanger y Rabat. Estabamos profundizando en el desértico y caluroso corazón de país: ese corazón de cielos azules y de horizontes infinitos cubiertos de arena que encarna el exótico Marruecos soñado del imaginado desierto que uno tiene en su cabeza cuando es un enano y piensa en el norte de África como un escenario de cuentos de Oriente.
El valle del Draa es un verdadero motor económico y turístico para el polvoriento y olvidado sur de Marruecos, siendo la exportación de dátiles una de sus mayores fuentes de riqueza. Pero no sólo eso, el oasis es una verdadera fuente de vida, por lo que supone el agua en las áridas tierras de la región, que hace viable la agricultura y la ganaderia.
La mayoría de los habitantes del valle son de origen bereber drawa cuya cultura y lengua posee bastantes elementos diferenciadores con respecto a la propiamente árabe dominante en el país.
Los bereberes, como tal, conservan su propia lengua (prohibida en Marruecos durante decadas) y guardan todavía bastante tradiciones propias, supervivientes a la arabización del pueblo bereber durante el siglo VIII y poseen un concepto del Islam ligeramente diferente al oficialista, quizás más liberal. Aún cuando gran parte de la población de Marruecos es de origen bereber, es precisamente en el sur del país donde este arraigo a la cultura tradicional bereber se hace más tangible.
Zagora, próxima ya a la frontera con Argelia, es una de las ciudades más importantes del valle y ha crecido enormemente en los últimos áños al calor del creciente turismo que se aventura en la región con la intención de explorar las estribaciones del desierto del Sahara y por los propios atractivos del valle que son muchos.
Zagora me pareció una ciudad razonablemente ordenada y limpia, a medio camino entre un resort turístico y una típica ciudad de Marruecos, de un tono pastel, adormilada y sedada por el calor intenso del desierto. (Y eso que estabamos en mayo!!).
Por desgracia, para nosotros Zagora no fue más que una breve parada de avituallamiento en nuestro camino a las dunas de arena: agua, algo de comer, unos pañuelos para cubrirnos la cabeza y crema solar.
A unos kilometros de Zagora nos estaban esperando los camellos que nos llevarían a nuestro campamento en el desierto donde pasaríamos la noche.
Montar en camello fue bastante divertido y no resulto tan dificil como parecía en un principio. Eso sí, fue bastante escatológico porque aparte de que los camellos no paraban de cagar y olían bastante mal, mi propio camello me meó en el mismo momento en que intenté subirme a sus lomos.
Tras cerca de una hora de trayecto atravesando un páramo bastante pedregoso, llegamos al campamento donde cenaríamos y pasaríamos la noche, con lo que podríamos ser testigos tanto del atardacer como del amanecer en el desierto.
Las instalaciones eran muy básicas, pero lo compensaba la puesta de sol que fué fabulosa.
Las dunas cerca de Zagora no son, desde luego, ni las más grandes ni las más impresionantes, (por lo que me han dicho, no tienen ni punto de comparación con las de Er Chebi), pero si que, es verdad, que son las más accesibles y próximas a Marrakech y pueden ser un buen aperitivo o premio de consolación en caso de no disponer de más tiempo, como nos pasó a nosotros. Yo estaba encantado, al fin y al cabo era mi primera vez en el desierto.
La verdad es que allí al calor de la hoguera, acompañado de un montón de desconocidos, cantando y hablando, bailando, con el estomago lleno, me sentí como en una especie de campamento de verano.
Conversaciones compartidas a la luz del fuego, el silencio abrumador del desierto en cuanto todo el mundo se retira a la cama y un cielo infinito y estrellado como pocas veces he visto fueron la nana perfecta para dormir aquella noche y recuperarme del cansancio de kilometros y kilometros de viaje.