Desde la ventana de nuestro apartamento* en las proximidades de la Piata Romana, se dibujaba una amplia avenida, recta e interminable, flanqueada por unos descomunales y destartalados edificios de hormigón probablemente construidos en la época comunista. Un tráfico lento pero constante se perdía en la infinitud del horizonte de aquella avenida de trazo firme y rectilineo.
Ya en la calle, el panorama no mejoraba. La nieve se amontonaba en los laterales de las aceras, de forma desordenada y presentaba un aspecto gris-negruzco, a medio camino entre el hielo y el barro, condimentada eso si con basura acumulada de hace días. Limpiar con nieve no debe de ser fácil.
Sex-shops, salas de juego-minicasinos y resacosos carteles de neón ahora apagados se alternaban con modernos negocios de reciente apertura y algún que otro pequeño comercio superviviente al pausado y todavía algo lento crecimiento económico del pais.
Graffitis, pintadas en las paredes sucias y grises. Coches aparcados, y cubiertos por la nieve, algunos nuevos y otros muy viejos.
¿Era ésta la ciudad que fue conocida como el pequeño París durante los gloriosos años 30 en los que Bucarest era famosa por lo sofísticado de su clase burguesa y la extravagancia arquitectónica de sus edificios art-decó?
Descendimos por el bulevar de Nicolae Balcescu hasta llegar al Ateneo Romano, en una de las zonas más bonitas de la ciudad. Unos cuantos impresionantes edificios oficiales de estilo neoclásico y una pequeña iglesia ortodoxa, la Iglesia Cretulescu rodean la plaza. Edificado en el año 1888, el Ateneo es uno de los simbolos de la ciudad, y uno de los lugares más emblemáticos, donde en 1919 se firmaron los tratados de unificación del país y se consituyó la Gran Rumanía, la madre patria del pueblo rumano. Ahora miles de personas se manifestaban en los alrededores, portando carteles vestidos con chillonas camisetas naranjas. Eran protestas, parece ser, contra la alianza social-libreral USL, actualmente en la oposición. También hay gente descontenta en Bucarest. También hay indignados, como en Madrid y como en París. Nos alejamos, ya exploraríamos esa zona al día siguiente. Con tanta gente, no podíamos ni andar.
Bajamos descendiendo el bulevar hasta la plaza del 21 de diciembre de 1989, cerca de la Universidad.
Fue en esa misma plaza, el 21 de diciembre de 1989, donde un grupo de manifestantes se alzaron en protesta contra el regimen del tirano Ceucescu, tras un polémico discurso del dicatador. La represión policial acabó con la vida de un gran número de jovenes manifestantes y a Ceucescu le costó a los pocos días, el gobierno y su propia vida y la de su mujer. Un pequeño recuerdo en forma de cruz y flores homenajea a los estudiantes que perecierón aquel día. Tiene aspecto de estar algo abandonado, de ser algo casual. Incluso de estar algo olvidado. Parece un recuerdo modesto para el valor y la importancia de las vidas perdidas en aquella fecha y la causa por las que dieron su vida. A su lado una sala de juegos con sus luces de neón encedidas a plena luz del día da testimonio del paso del tiempo. Más de 20 aňos.
20 años que son evidentes sobre los muros y paredes de los edificios de las universidades situados entorno al bulevar Carol I, justo al lado de la plaza. Con su aire decadente parece que nadie ha limpiado las fachadas en aquellas dos decadas. Aún así el bulevar es bonito. Bucarest nos va gustando cada vez más. Aunque el parecido con París sea dificil de captar a primer golpe de vista. Un hombre en la calle que reparte periódicos nos para y nos comenta que él ha estado en Tenerife y le encanta España. En general, los rumanos parecen bastante majos y con ganas de hablar. Muchos de ellos de ellos hablan espaňol y otros tantos comentan que tienen familia en España.
Nos acercamos al casco antiguo de Bucarest. Es la parte vieja, el verdadero corazón de la ciudad, el que se salvó del proyecto de sistematización de Ceucescu que en su locura derribó gran parte del Bucarest histórico reemplazándolo por su gran ciudad socialista poblada por imponentes y gigantescas construcciones socialistas . 8 kilometros cuadrados de centro histórico fueron demolidos, más de una veintena de iglesias, varios monasterios, hospitales, teatros, y edificios de gran valor histórico, con el drama humano que supuso también el desplazamientos de sus hogares de miles de personas. El pequeño París del Este sufrió un duro golpe del que hoy todavía son evidentes las cicatrices en forma de racionalismo arquitectónico.
Pero no todo quedo destruido. El antiguo casco antiguo aún late en los alrededores de la calle Lipscani. Impresionantes edificios y fachadas, nostálgicas callejuelas. Calles tranquilas y reposadas que recorrimos sin prisa. Algunos edificios están en pleno proceso de restauración, otros la necesitan con urgencia. Modernos bares y restaurantes, muchos de ellos de reciente apertura florecen al calor del giro económico que ha supuesto la entrada de Rumanía en la UE. El edificio de la bolsa nos impresionó especialmente.
No sabemos porque pero todo el centro está lleno de tiendas de vestidos de novia.
Paseando nos topamos con la Iglesia ortodoxa de Stravopoleos en la calle del mismo nombre. Hechizados por el encuentro, nos acercamos. El pequeňo templo es una auténtica joya. Sorprendente e inesperada, como si nada, escondida en una esquina. Construida en el siglo XVIII, sobrevivió a los azares de la tumultuosa historia de la ciudad y a los terremotos políticos y geológicos que la asolaron. En su pequeño claustro nevado pasean tranquilamente unas monjas ataviadas con sus hábitos negros, transportando sillas de un lugar a otro. Nos miran timidamente y bajan la cabeza mientras continuan con su trabajo. Un barbudo sacerdote también vestido completamente de negro les ayuda. No hay turistas. Disfrutamos de la iglesia en soledad y en exclusiva. Una vez dentro, los coloridos frescos son impresionantes. El interior no decepciona. Aquellos que pasan por delante de la Iglesia se presignan en señal de respeto, lo cual me pareció bastante curioso.
Bucarest cada vez nos está gustando más. Nos seduce poco a poco. Nos conquista. Hay algo auténtico en la ciudad que se destila a cada paso, que se respira y que se siente.
Paramos a comer en el Restaurante La Mama, que el dueño del apartamento donde nos hospedabamos nos había recomendado la noche anterior. Es una especia de franquicia. Hay varios repartidos por toda la ciudad. Lo cierto es que la comida está sabrosa y es barata. En la carta, se disponen una batería de platos tradicionales rumanos a buen precio. Comimos con bebida por unos 6 euros.
Satisfechos y saciados, dirigimos nuestros pasos hacia el impresionante Palacio del Parlamento, la guinda del pastel de los planes urbanísticos de Ceucescu, el segundo edificio más grande del planeta después del Pentágono. Un edificio cuya construcción arruinó al país y consumió un tercio de su riqueza. Para llegar hasta él hay que atravesar la Piata Unirii (la plaza de la unión) y recorrer andado parte de los Campos Elíseos de la ciudad, que como en París se disponen a lo largo de la ciudad atravesándola de un extremo a otro. Las comparaciones, en este caso, son odiosas. Bucarest cuenta incluso con su propio Arco del Triunfo (el arco de la Victoria) situado al otro extremo de la ciudad. Lo cierto es que los parecidos con Paris hoy por hoy parecen empezar y acabar ahí.
El Palacio del Parlamento es enorme, imponente desde la distancia, inabarcable desde la cercanía. Una obra fascinante y aterradora. Situado ahí frente a frente, el mastodonte arquitéctonico me hace sentir pequeño y reflexionando me puedo llegar a imaginar los sentimientos contradictorios que este Palacio debe provocar en el pueblo rumano. Una mezcla de odio y admiración. El Parlamento cierra a las cuatro, cuando llegamos ya estaba cerrado, intentaríamos la visita a la mañana siguiente. Aún teníamos tiempo. La ciudad nos había entretenido por el camino. Eso es bueno.
Vagando por las calles y sin buscarlo nos encontró el moderno bar 2016, situado en la piata Amzei. Lo descubrimos por casualidad buscando un mercado. Nos pareció el momento justo de tomarse unas cervezas. En esa calle y sus alrededores hay unos cuantos bares y tiendas con mucha personalidad y cierto toque de sofisticación y modernidad que nos recuerdan a la Malasaña madrileña. Es ese Bucarest joven y europeo que asoma la cabeza de vez en cuando. Suena música jazz. Las conversaciones en rumano flotan en el ambiente. Una chica se dirige a nosotros. Está tomando algo con un amigo suyo en la mesa de al lado. Descubrimos que en realidad es la dueňa. Nos comenta que le encanta el jamón y que el día anterior había cocinado una sopa con el hueso del centro de jamón serrano que le habían regalado unos amigos españoles. La conversación fluye y la tarde también. Bucarest y sus gentes empezaban a engancharnos.
Al salir un perro abandonado, nos miraba lastimosamente. Se estaba haciendo de noche y hacía frio. Ya no hay perros callejeros en Bucarest. El ayuntamiento ordenó su exterminio ya que comenzaban a suponer un verdadero problema de seguridad viaria. Antes bandas callejeras perrunas asolaban las calles de la ciudad, amenzando la tranquilidad de los peatones, ciudadanos y visitantes. Hoy aquel perro vagabundo y desamparado nos observaba quizas aňorando tiempos mejores menos solitarios.
Terminamos el día cenando en el restaurante Caru cu Bere. Venía en todas las guías. Todo el mundo nos lo había recomendado. Pero al entrar el local nos horrorizó. Parecía el típico sitio trampa para turistas. Pero ya en un segundo instante, empezamos a percibir un cierto aroma de auténticidad y surrealismo dificilmente descriptible, del mismo modo que la propia ciudad de Bucarest también lo emana en su conjunto. La comida es abundante y barata. La clientela, variopinta y el espectaculo musical, hasta bochornoso. Pretendidamente rumano, tanto que consigue ser un circo de lo absurdo y de lo grotesco. Una parodia mal lograda de lo que un turista espera encontrar en Rumanía. Una caricatura siniestra. Un mimo Charles Chaplin de mirada triste con tres loros en su hombro, nos mira con una meláncolica sonrisa dibujada en negro. El Caru Cu Bere lleva sirviendo cenas desde el año 1879. El establecimiento, eso sí, es precioso. Antiguo y solemne coronado por uno techos altos y abovedados, su decoración contrasta con el estilo del personal que oscila entre lo kitch de las chicas-azafata enfundadas en trajes rojos del Corte Inglés de los años setenta y la pretendida elegancia humilde de las ropas de los camareros. Al nuestro, un chico de unos veintipocos años, le faltaban algunos dientes y sus guantes blancos, a juego con la pajarita, estaban llenos de agujeros.
http://www.carucubere.ro/en/
Mientras nos servía, un anciano y orondo seňor tocaba grandes éxitos de ayer y de siempre con su flauta de madera, acompaňado por un violinista maldito algo desafinado.
Con el estomago lleno, la mandíbula desencajada y la ropa apestando a tabaco, nos fuimos a dormir pronto. Había que madrugar. Estabamos felices y satisfechos. Bucarest nos había conquistado. Quizás, en cuanto a patrimonio y belleza la ciudad está a aňos luz de la capital francesa pero la ciudad me había absorbido: su mezcla arquitectónica, su historia y su autenticidad que convierten a Bucarest en una verdadera gema en bruto. Todo sin olvidar el alma misma de Bucarest, su verdadera esencia: la espontaneidad y la amabilidad de un pueblo resignado y sufrido sobre el que creo que aquí en España estamos llenos de prejuicios.
Yo dormi como un tronco. Al día siguiente, no sin esfuerzo, nos levantamos pronto. Queríamos aprovecar al maximo la soleada maňana de invierno. Al empezar a andar, la ciudad nos pareció quizás un poquito menos gris. Antes de ir al Palacio del Parlamento, nos acercamos de nuevo al centro histórico para visitar el Curtea Veche, la primera corte Real de la ciudad, fortificada por el mismisimo Vlad Tepes (quien inspiró la leyenda de Drácula) y destruida por un incendio en 1718.
La nieve comenzaba a derretirse. Callejeabamos y buscabamos el Curtea Veche con ayuda de un mapa, pero no lo acababamos de encontrar.
Un buen trozo de nieve cae desde una azotea. Destroza completamente la luna de un coche aparcado justo a nuestro lado. Podría habernos matado. Una anciana señora, tan arrugada que parecía haber vivido en sus pieles toda la larga y dura historia del país, exclama al cielo en rumano, levanta las manos e implora.
Se dirige a nosotros en un francés macarrónico, nos observa sonriente y nos guiňa un ojo con su reluciente diente de oro. Charlamos con ella un rato y finalmente, se ofrece a acompañarnos ella misma al viejo Curtea Veche. Al llegar descubrimos que está completamente en ruinas. Es casi decepcionante. No es más que un montón de piedras. Justo al lado, captó poderosamente nuestra atención una preciosa iglesia de la que, cual cantos de sirena, emanaban unos solemnes e hipnóticos cantos religiosos. A su alrededor, decenas de fieles se postraban y rezaban en silencio con la cabeza agachada murmurando suavemente unas oraciones que se perdían en la quietud de aquella luminosa mañana de domingo. Muchos de los fieles eran muy jovenes. No muy lejos, una estatua colocada en honor al sanguinario monarca Vlad Tepes supervisaba la estampa con su petrea y fija mirada.
La anciana mujer al verle exclama en francés:
«Vlad Tepes, un symbol» para preguntar después.
«¿Aimez-vous Bucharest?»
Le contestamos que si, que nos encantaba…
«ohhh bucharest est tres beux«-increpá satisfecha y henchida de orgullo para continuar diciendo con cierta nostalgia-«Le petit Paris…«. Y quien soy yo para llevarle la contraria.
*Lifestyles Accommodation: El dueño era encantador y nos trató genial