Llegada a Cuzco y las salinas de Maras

Por fin aterrizamos en Cuzco. Ya habíamos llegado. Con un día de retraso, pero estabamos allí. Sanos y salvos.  El aeropuerto de Cuzco era pequeño y básico. No había agua en los baños. Hacía frío.
Un taxi nos condujo al centro de la ciudad, a la Plaza de Armas. Ya antes de bajarnos del coche, desde la ventanilla, Cuzco se desplegaba ante nuestros ojos y mostraba sus encantos. Al llegar, la plaza de Armas nos dejó con la boca abierta. Era impresionante. De un sólo golpe de vista ya me había enamorado de Cuzco.

Pero estabamos muy cansados. Yo lo estaba demasiado como para disfrutar de mi nuevo amor.  El jet-lag y el viaje nos golpearon nada más llegar. Y apenas teníamos tiempo para descansar. Debido al retraso y sin el día de margen con el que contabamos, teníamos que coger ese mismo día un tren a Aguascalientes desde la pequeña localidad de Ollantaytambo a 60 kms de Cuzco.
Era muy temprano por la mañana y a esas horas el aire era  frío y denso. Notaba la falta de oxígeno. Me costaba respirar. Hinchaba los pulmones y respiraba hondo pero aún así tenía la desagrable sensación de que el pecho no se llenaba de aire. No en vano estabamos a casi 3400 metros de altura. Y si no nos tomabamos las cosas con calma podríamos acabar sufriendo las terribles consecuencias del soroche o mal de altura. Cada paso que daba me costaba el aliento y la mochila parecía pesar el doble que en Lima o en España.
Vagamos sin rumbo por la ciudad, sin un destino fijo, algo distraidos, buscando la mejor forma para llegar a Ollantaytambo desde allí y esperando a la vez encontrar algún sitio donde poder comer algo. No habíamos desayunado.
Fue así dando vueltas sin sentido que un hombre peruano de unos 40 o 50 años nos abordó y se dirigió a nosotros preguntándonos sobre a donde queríamos ir. Le contestamos que a Ollantaytambo y él, muy amable, nos comentó que era director de la Cámara de Turismo de la ciudad y que habíamos tenido suerte porque nos podía asesorar.
La verdad es que mi primer impulso  fue el de recelar de un desconocido y reconozco que lo primero que pensé era que aquel hombre lo que en realidad quería era vendernos algo o encasquetarnos algún tour turístico a Ollantaytambo, éstos de todo el Valle Sagrado en un día. Desconfiado de mí.
Cinco minutos de animada charla sirvieron para despejar cualquier duda. Verdaderamente ese hombre sólo estaba siendo hospitalario y quería ayudarnos de forma sincera y honesta sólo porque nos había visto perdidos.
Nos comentó que,  teniendo en cuenta que acababamos de llegar y que debíamos estar en Ollanta a las seis,  la opción perfecta era «agarrar» un combi, especie de furgonetas-autobus, en dirección a Ollantaytambo y pedirle al conductor que nos dejara en el cruce de Maras, y una vez allí negociar un taxi por unos 60 soles (como mucho …) para que nos llevase a las salinas de Maras, a Moray y nos dejase después finalmente en Ollantaytambo.
Él nos aseguró que teníamos tiempo de sobra. El hombre, muy amable, cuyo nombre no recuerdo ( y eso que nos dió sus señas), nos acompañó a la estación desde donde partían los combis en dirección a Ollantaytambo. Por el camino nos encontramos con una anciana española, profesora de profesión, que llevaba dando clase en Cuzco desde hacía ya 40 años. Nuestro nuevo amigo peruano nos la presentó y estuvimos hablando los cinco durante un buen rato. Fue ése uno de esos encuentros memorables que hacen tan especial viajar.
Ya al final,  cerca de donde partían los combis, el hombre nos invitó a tomar unos tamales que compró a una mujer pertrechada en un puesto ambulante de comida. El tamal es un plato genuinamente indigena en el que una pasta de maiz se rellena de carne o verduras y se envuelve en hojas de maíz. A pesar de nuestras reticencias iniciales (el hombre tuvo que insistir para que los probaramos jeje), el tamal resultó nutritivo y sabroso. Parece ser que  se consume en toda Latinoamérica, desde México hasta Chile, pasando por Bolivia o Centroamérica.

Con el estomago lleno y el adios en la mano, nuestro combi partió rumbo a Ollanta. Tal y como el hombre nos había indicado, en el cruce de Maras, nos bajamos y allí entre los muchos taxistas que esperaban apostados a la caza del pasajero, logramos negociar toda la ruta por unos 80 soles (20 más de lo que nos había dicho nuestro amigo, fue imposible conseguirlo por menos). El paisaje en el propio cruce de Maras era impresionante, semiárido y vasto, inmenso. Las montañas aparecían imponentes en el horizonte y la carretera parecía perderse en la infinitud de la nada. Tenía la  sensación de estar en medio de ninguna parte.

Para llegar a las salinas de Maras, unos cuantos kilometros más allá,  atravesamos el pueblo de Maras, donde precisamente había nacido nuestro taxista, un chico de aspecto bastante humilde. El pueblo desde la ventana de nuestro taxi parecía tranquilo y apacible, algo decadente, uno de esos lugares donde los perros reposan con apacible placidez y los ancianos pasean con la parsimonia que sólo dan los años. El encanto de Maras era tal que traspasaba los sucios vidrios de las ventanillas del taxi.
El distrito de Maras es uno de los siete distritos del valle del rio Urubamba, el más conocido como Valle Sagrado, y quizás las salinas de Maras a las afueras del pueblo sea uno de los emplazamientos más impresionantes y visuales de todo el valle.
Dice la leyenda que las salinas tienen su origen en las lágrimas del más pequeño de los hermanos Ayar, fundadores del imperio Inca, que lloró desconsoladamente cuando sus hermanos mayores le traicionaron y le confinaron de por vida en una de las montañas cercanas.
La realidad es  que la obra humana y la naturaleza se combinan para conformar un paisaje casi extraterrestre, de leyenda, donde el verde de la vegetación contrasta con el blanco nuclear de la sal y los miles de tonos ocres de las casi 5000 pozas de agua termal que conforman la salina a lo largo y ancho de una extensión de 5 kilometros cuadrados.
120 familias viven de la explotación de la sal (sal que se exporta al resto del país, las sales de Maras son bien conocidas en todo el Perú) y el trabajo todavía se realiza de una forma muy manual y tradicional.(Lo que viene siendo agachado rompiendose el lomo, vaya).  Puedo llegar a imaginarme lo duro que puede suponer el trabajo de extracción de la sal en estas minas, que aunque hermosas no dejan de ser minas.
La visita dura alrededor de hora y media y tampoco hay que andar demasiado. La entrada son unos 5 soles por persona y el precio bien compensa por lo impactante del paisaje que supone un espectáculo visual dificil de olvidar y un buen festín para las cámaras de los amantes de la fotografía.

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