En Yangon, quizás el monumento más visitado y uno de sus principales atractivos, difícil de no ver desde distintos puntos de la ciudad, sea la pagoda Shwedagon.
La pagoda Shwedagon, que se encuentra enclavada en un enorme conjunto arquitectónico constituido por más de cien templos, es una gigantesca stupa de enormes proporciones: Con más de 100 metros de altura, la pagoda se encuentra completamente recubierta de oro y alberga en su interior unas cuantas importantes reliquias de Buda, por lo que hoy por hoy, y con el permiso de la bizarra Roca Dorada de Kyaiktiyo, la pagoda Shwegadon sea el más importante centro de peregrinación religiosa budista de todo el país.
La construcción parece ser que data del siglo VI aunque la campana que se yergue orgullosa hoy en día no es la original ya que parece ser que un aventurero portugués intentó llevarse la antigua en barco allá por el siglo XV. La campana pesaba tanto que se hundió en el río y fue imposible recuperarla.
Shwedagon ha sido testigo de la historia. Fue aquí donde Aung San, el padre de la premio Nobel Aung San Suu Kyi, pidió la independencia del país de los británicos, y donde la propia Aung San Suu Kyi reclamó más democracia ante miles de manifestantes a principios de los 90.
Hoy en día, si se visita Yangon, la pagoda Shwegadon es una parada imprescindible, casi obligatoria.
Para nosotros fue el primer lugar al que nos dirigimos en nuestro primer día en la ciudad.
Todo el entorno que rodea el recinto en sí está a rebosar de comerciantes que venden ofrendas y recuerdos religiosos para los fieles. Tiendas y tiendas y más tiendas, el negocio en torno a la religión se puede ver aquí como en cualquier otra parte del mundo. Antes de acceder al templo en sí, me pidieron muy amablemente que me tapara las piernas. No fui previsor y lo tuve que hacer con mi chubasquero mojado a modo de falda. Entrabamos en área de máximo respeto. Hay que acatar las normas.
Y es que una vez dentro del conjunto el ambiente es de una devoción sobrecogedora casi fanática que impresiona casi tanto como el deslumbrante, destellante y magnifico complejo arquitectónico.
Dentro del conjunto se podían ver cientos de fieles por doquier reclinados sobre las distintas imágenes de Buda de todos los tamaños que rodean la gigantesca stupa.
Se podía ver a otros tantos devotos lavando a otras imágenes de Buda con agua que vertían de cuencos dorados. Trae suerte, nos comentó una buena mujer.
El olor a incienso, el dorado de las stupas y el granate de los trajes de los monjes hacen de la visita a Shwedagon algo casi sensorial y una experiencia inolvidable pero una vez fuera de la pagoda, yo no podía parar de pensar si a lo que había asistido era a un ejercicio de simple devoción budista o casi ya de fanatismo.
En el imaginario colectivo de Occidente, el budismo siempre se asocia a paz y espiritualidad y hemos convertido a la fe budista casi en una filosofía de vida que se ha adaptado muy bien a nuestro modo de vida individualista convirtiendo al budismo casi en un producto de consumo rápido como cualquier otro.
Pero lo cierto es que el budismo ha alcanzado en Myanmar cotas tan altas de fervor religioso que casi se podría considerar que roza el fanatismo, siendo el papel de la religión budista en el país bastante controvertido.
Muchos monjes budistas se alzaron contra el levantamiento militar contra la dictadura allá por el año 1988 derramándose así mucha sangre de monjes durante los años de opresión política. La resistencia al régimen de la comunidad religiosa fue tanto activa como pasiva, ejerciendo esta última mediante el boicot religioso de la sangha (orden budista sagrada) contra los miembros del régimen militar, al negarse a asistir los monjes a bodas, entierros y distintas ceremonias de los militares algo imprescindible para que las almas de los implicados alcancen un buen destino espiritual.
El último capítulo de enfrentamientos entre la comunidad religiosa y el Gobierno ha sido la revolución azafrán, nombre dado por el color de los trajes de los monjes a una ola de protestas antigubernamentales en el año 2007 escenificadas en parte por miles de monjes budistas en las calles de Yangon, Mandalay y otras grandes ciudades pidiendo más democracia y más derechos humanos.
Pero a la vez que la comunidad internacional era testigo de las protestas, por otro lado, la Junta Militar y el Gobierno, como contraparte, han sabido sacarle partido también a la religión budista.
Al identificar Myanmar con el budismo y convertir a esta religión en casi un símbolo de unidad nacional, una cuestión de auténtico patriotismo, se encontró la justificación para la opresión y la eliminación de algunas minorías étnicas y religiosas que no tenían cabida en el concepto de Myanmar que tenía en mente el gobierno del país, (y que se oponían a él, en parte) convirtiendo casi al budismo en un vehículo de un inquietante extremismo religioso ultranacionalista.
Myanmar es un estado multiétnico, multiconfesional y diverso y aunque, actualmente el 89% de la población practica el budismo (budismo Theravada en su mayor parte), el 4% de la población es cristiana, otro 4% es islámico, un 1% continúa siendo animista mientras que el 2% restante conforma una ensalada religiosa residual entre la que se encuentra encajada el hinduismo.
A pesar de esta diversidad, el Gobierno en los últimos quince años ha convertido el budismo en la religión del Estado arrinconando y haciendo todo lo posible para eliminar y marginar a todas las demás.
Esta política de persecución abarca desde hechos más o menos inocentes hasta auténticos atentados contra los derechos humanos y de persecución de minorías étnicas bajo el paraguas, en parte, de un budismo fanático: desde el desmantelamiento y traslado de cementerios cristianos hasta el verdadero genocidio cultural de ciertas minorías como la shan hasta las violaciones correctivas de mujeres de grupos étnicos minoritarios para esparcir la etnia birmana.
La situación es especialmente sangrante en el caso de la comunidad rohingya, de fé musulmana. Este grupo islámico minoritario se instalo en el estado de Arakan hace muchos siglos. Son descendientes de comerciantes bengalíes y árabes y aunque son nacidos en Myanmar son tratados como extranjeros y se les prohíbe incluso la ciudadanía o la posesión de un carnet de identidad.
La quema de mezquitas o madrazas (escuelas del Islam) no es algo infrecuente o raro.
Muchos de estos rohingya han huido a las vecinas Bangladesh o Tailandia, viviendo como refugiados en precarios asentamientos situados en las fronteras con Myanmar y en unas condiciones de salubridad, higiénico-sanitarias y educativas tan deficientes como alarmantes.
Sólo en el primer trimestre de 2015, 25000 personas zarparon en barcos desde Myanmar huyendo de un país que les niega hasta la ciudadanía. Y aunque tristemente celebres son las imágenes de los 3000 inmigrantes atrapados en barcos en el mar de Andamán, menos conocidas son los cientos de fosas comunes y las decenas de campos clandestinos de inmigrantes encontrados en la frontera con Tailandia.
Parte de este odio encarnizado hacia las minorías religiosas y, en concreto hacia las minorías musulmanas, también se fomenta desde las pagodas y las escuelas budistas.
Un caso extremo es del monje budista Ashin Witharu, líder del movimiento 969, cuyo nombre responde a los nueve atributos de Buda. Este movimiento 969 hace gala de un fundamentalismo religioso que divulga el odio hacia el Islam y la violencia como vía para acabar con la minoría rohingya. Se opone radicalmente a la creación del Estado de Rakhine de mayoría musulmana (escenario de las mayores tensiones raciales y religiosas) y ha llegado a proponer incluso prohibir por ley los matrimonios entre personas de credos distintos.
Esta última medida es parte de la llamada “ley de protección de la raza y la religión” (cuyo nombre ya lo dice todo) fue presentada por su brazo político el “Ma Ba Ta” (Asociación para la protección de la Raza y la Religión). Esta polémica ley, que se ha ganado la condena de varios opositores y observadores internacionales, fue aprobada por el Parlamento birmano en el año 2015 y no sólo restringe los matrimonios interconfesionales, sino también la conversión religiosa, impone plazos para distanciar partos (3 años entre partos) y establece más sanciones contra el adulterio, que ya es ilegal en el país.
Con la llegada de una apertura política y una aparente “democracia” parece que pueden nuevos aires soplan en el país permitiendo un cierto entorno favorable a una mayor tolerancia. Aunque las perspectivas para las minorías religiosas siguen sin ser muy halagüeñas.
La reciente y aplastante victoria electoral de la premio Nobel Aung San Suu Kyi ha puesto sobre la mesa, desde luego, la situación de la minoría islámica en Myanmar.
Y mientras el Dalai Lama ha pedido directamente a Aung Suu Kyi que defienda los derechos humanos de los rohynga en el país, la propia Aung Suu Kyi ha esquivado descaradamente el tema en su campaña electoral para no crear descontento en sus electores y no enfrentarse así a los poderosos líderes religiosos.
La Liga Nacional para la Democracia de Aun San Suu Kyi no ha incluido ningún nombre de representantes islámicos en sus listas. Y el silencio ante la huida masiva de la comunidad Rohyngya y la represión a la que se ven sometidos es flagrante y le ha supuesto la condena por numerosas asociaciones de activistas y defensores de los derechos humanos cerniendo una ténebre sombra sobre el celebrado proceso de apertura democrático (lleno ya de por sí de irregularidades y claros-oscuros) que ha vivido el país en los últimos dos años.