Semana Santa en Perpignan

Huyendo de la semana santa, de sus procesiones y de todo el halo religioso que rodea a estas fiestas, acabamos en Perpignan, en el sur de Francia, atraidos por la supuesta laicidad de la que presume el país, a pesar de su fuerte tradición católica y cristiana.
Pero cual fue nuestra sorpresa comprobar que precisamente en Perpignan se celebran unas de las procesiones más famosas de toda Francia: la procesión de la Sanch. Fue lo que viene siendo un castigo divino.


La verdad es que lo podríamos haber imaginado. Perpignan perteneció a España hasta el año 1659 y la villa, apodada la catalana, se encuentra muy próxima tanto geográfica como culturalmente a sus ciudades vecinas del noreste de Cataluña (de hecho el catalán también es lengua oficial en Perpignan junto al francés).
La ciudad está atravesada por el río Tet y es la capital de su departamento, también capital histórica del Rosellón y la segunda ciudad en importancia de la región de Languedoc-Rosellón.
Perpignan tiene un bonito y animado casco histórico, no demasiado grande y bastante destartalado y decadente. Tiene un seductor aire entre canalla y mediterraneo (casi italiano, diría yo) con cierto ambiente de puerto sin serlo y su origen catalán se exhibe orgulloso en la bandera de la ciudad, izada en todas las esquinas, que luce ondeante las Barras Catalanas, simbolo heráldico de la Corona de Aragón.

Aún así, no hay que engañarse, Perpignan sigue siendo Francia, y la villa cuenta con sus boulangeries, su Place de la République (donde nos tomamos un café en una terraza),  su Place de la Révolution Française y una importante población de origen magrebí.
Entre los edificios históricos de la ciudad, destacan especialmente el Castillet, un enorme cementerio-monasterio en pleno centro de la ciudad bastante siniestro, el palacio de los Reyes de Mayorca,  la catedral, incrustada en una bonita pero pequeña plaza empedrada y la lonja de mar, guiño en forma de edificio a otras ciudades como Barcelona o Valencia.

La procesión de Sanch tiene lugar anualmente todos los Viernes Santos y su celebración antecede nada más y nada menos que al año 1426. Con grandes altibajos en el pasado (entre 1777 y 1949 la marcha fue recluida a una pequeña parte de la ciudad), la tradición pervive y, hoy por hoy, atraviesa toda la ciudad. Honestamente, al menos aquel día, la marcha tampoco parecía atraer a grandes multitudes y sin agobiantes aglomeraciones lograba captar, eso sí, la atención y la curiosidad de los viandantes que pasaban por delante.

Lo cierto es que no soy yo un gran entendido en el tema y no he asistido a demasiadas procesiones, de hecho fue la primera, y por accidente, curiosamente, tuvo que ser en Francia, no en España. Aún así, he de reconocer que esa mezcla entre la sacralidad y espiritualidad del hecho religioso y el puro folclore más secular no dejaron de impresionarme aunque el sobrecogedor realismo de los misterios, la solemnidad del acto, el redoble constante de los tambores y el fuerte contraste entre el rojo y el negro de las capuchas de los penitentes le dan cierto halo funebre y lugubre a la marcha que, por momentos, hizo que me estremeciera un poco.

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