Pisac: el nuevo Shangri-la peruano

Apenas un dólar y medio nos costó el humilde autobús que nos llevaría hasta Pisac, uno de los emplazamientos más impresionantes de todo el Valle Sagrado. Pisac se encuentra  a apenas 35 kilómetros de la ciudad de Cuzco pero el viaje duró casi hora y media. El autobús avanzaba muy despacio por la serpenteante carretera que descendía al Valle Sagrado y para colmo además se paraba cada poco para dejar subir o bajar a la gente, lo cual hacia que el viaje se demorase aún más. El autobús estaba atestado, muchos de los pasajeros viajaban de pié y con cada curva todo el pasaje se inclinaba por la inercia del camino.
 
Finalmente el autobús se detuvo en una encrucijada de carreteras y el conductor anunció a pleno pulmón la parada de Pisac, tras lo cual abrió las chirriantes puertas de aquel destartalado vehículo. Unos cuantos pasajeros allí nos bajamos, (entre ellos algún que otro turista más) y el autobús arrancó, sin esperar demasiado, dejándonos allí y continuando ruta ya no me acuerdo muy bien a donde.


Pisac es una pequeña y tranquila localidad, como casi todos los pueblecillos del Valle Sagrado, muy orientada al turismo, de una colorida arquitectura colonial. Se pueden ver bastantes extranjeros paseando por las calles de Pisac, muchos de ellos son turistas pero algunos otros son residentes permanentes o temporales de la ciudad, y es que Pisac se ha convertido en una especie de meca para los hippies de la Nueva Era que acuden aquí atraídos por el magnetismo y la espiritualidad de las antiguas ruinas incas de la ciudad sagrada, situadas en lo alto de la montaña que custodia el lugar.
 

 

Había algo en la pose del típico joven mochilero que se quedaba mucho tiempo en Pisac que me recordaba a la de los viajeros que recorrían la India en busca de espiritualidad. Es como si la franquicia shangri-la hindú se hubiese trasladado aquí, a Pisac, creando una especie de híbrido místico-religioso inca-hinduista. Habían abierto unos cuantos ashram para meditación y pudimos ver hasta alguna escuela de yoga. Cosas de la globalización. No le veía el sentido. Francamente, no me imagino en su momento a ninguna princesa inca practicando yoga a la llegada de los conquistadores españoles.

 

A. se compró unas cuantas hojas de coca en un pequeño local cerca de la plaza central. Al salir de la tienda una chica francesa muy joven  con un bebé en brazos y unas rastas que le llegaban hasta las rodillas, nos abordó y nos preguntó en un español marcado de acento si era nuestra primera coca. No nos dio tiempo a responder. La joven nos aconsejó que masticáramos las hojas de coca con stevia y bicarbonato ya que así la mezcla se expandía en la boca, y hacía de la experiencia algo alucinante.
«Disfrútenla«-nos deseó con una sonrisa antes de desaparecer dando la vuelta a una esquina.
 
Nos dimos una vuelta tranquilamente por el pueblo pero nuestro objetivo era llegar a la parte alta de Pisac donde se encuentran unas fabulosas ruinas incas, principal reclamo turístico del pueblo y quizás uno los lugares de mayor valor arqueológico de todo el Valle Sangrado.

 

No sin negociar duramente durante un buen rato, decidimos contratar un chofer para que nos llevara hasta allí. Entre el mal de altura y el cansancio acumulado no nos encontrábamos con fuerza de abordar el largo y empinado camino hasta las ruinas.

Nuestro conductor era un hombre bastante majete, licenciado en turismo, que se conocía a la perfección la historia de Pisac y del pueblo inca. Fue un gusto escucharle relatar viejas historias sobre la región mientras nos conducía hábilmente por aquella carretera que ascendía y ascendía sin pudor entre las montañas.

 
Nos comentó además que teníamos suerte. No habría demasiados turistas aquel día. A pesar de encontrarnos en temporada alta, en pleno mes de junio, muchos de los extranjeros parecían haber optado aquel año por visitar Brasil, atraídos por el mundial de futbol que se celebraba en el gigantesco país vecino. Aún así al llegar a la entrada decenas de autobuses esperaban apostados el regreso de sus pasajeros y bastantes coches allí aparcados eran ya una señal indudable de que no íbamos a realizar la visita precisamente en solitario.
El parque arqueológico de Pisac es fascinante,  se encuentra en un entorno de una belleza innegable y fue quizás junto al Machu Picchu, el enclave más impresionante de todo Cuzco y sus alrededores.

La visita comenzó bien a pesar de que después de media hora el recorrido empezaba a suponer ya una dura prueba para los talones. Recorrer aquellas calles empedradas alzadas en lo alto de la montaña  quitaba el aliento en muchos sentidos: el agotamiento por la altura que hacía que cada paso fuese un verdadero suplicio, lo empinado del camino que añadía dificultad a la tarea, y el vértigo que me producía el vacío de los barrancos que bordeaban las ruinas.

Recorrimos la ciudad alta durante un buen rato y tomamos unas cuantas fotos. Fue después de una hora o así cuando nos dimos cuenta de que la mayor parte de la gente había desaparecido. Debían de haber regresado a sus autobuses de vuelta a Cuzco.  Muy pocos se habían quedado y casi nadie parecía dispuesto a lanzarse a conocer  el más alejado Inti Watana, con su templo del Sol.

 
Nuestro conductor nos esperaba al final de la ruta al otro lado de la montaña así que no nos quedaba otra y  teníamos que hacer el recorrido completo para llegar hasta él. Lamentablemente las indicaciones brillaban por su ausencia y no sé si fue por eso o por nuestra falta de sentido de orientación que nos perdimos de la forma más absurda.
Desde la ciudad alta partían tres caminos, sin contar por el que habíamos venido y sin que nadie acertase a decirnos realmente cual era la ruta que teníamos que tomar, optamos por seguir un camino ascendente que a todas luces no parecía el más adecuado.
Pero A. estaba firmemente convencida de que se llegaba por allí y no había quien la sacase de aquella idea. Anduvimos y anduvimos bajo un sol que no parecía mostrar demasiada piedad aquel día.
 
Algo más de una hora y mucha de la poca energía que me quedaba nos robó aquel desvío hasta que por fin A. entró en razón y se dio cuenta por si misma de que aquel camino no conducía a ningún lugar.
De los otros dos, era obviamente el más difícil y con los barrancos más acojonantes el que nos llevaba al Inti Watana, para mi desgracia porque sufro de vértigo.
El camino fue para mí una verdadera tortura hasta que por fin llegamos al templo del Sol, donde nos encontramos a unos cuantos turistas perdidos tomando fotos.

He de reconocer que está segunda parte del recorrido es de lejos mucho más impresionante que la primera y sobrecoge tanto por la belleza de las ruinas y las antiguas terrazas incas de cultivo como por la majestuosidad de los paisajes andinos pero también tengo que admitir que una vez más yo no pude disfrutar de la experiencia al 100% ya que estaba más ocupado en ver donde ponía el pié para no matarme que en admirar lo asombroso del lugar.

 
Desde luego, Perú no es un país para débiles de espíritu ni para cobardes.
 
Con una hora y media de retraso sobre la hora convenida nos encontramos a nuestro conductor que bastante comprensivo él nos recibió calurosamente.
Creo que los tres estábamos bastante de acuerdo aquel día. Pisac nos había gustado especialmente y a los tres nos pareció uno de los enclaves más interesantes y hermosos de todo el Valle Sagrado.

Antes de volver a Cuzco, nos dimos una vuelta por los mercados de artesanía del propio pueblo de Pisac y comimos en un restaurante bastante chulo ambientado (como no) con música new age. El camarero era un tío español bastante majete. Nos reconoció enseguida como compatriotas y nos estuvo contando un poco sus planes. Empujado por el paro y la falta de posibilidades en España, había decidido largarse unos meses y buscar la inspiración viajando a lo largo y ancho de  Latinoamerica. Llevaba ya unas semanas en Pisac currando como camarero pero desde luego, no tenía pensado quedarse mucho tiempo más por allí. Quería continuar viajando. 

 

Tras recorrer varias veces las encantadoras calles de Pisac, tomamos el autobús de vuelta a Cuzco. Otro autobús destartalado, humilde y sucio, tan atestado de gente como el de la ida, con la única diferencia de que está vez nos tocó viajar de pié durante más de hora y media.
Aún así fue un viaje divertido y emocionante, durante el cual pudimos interactuar con el pueblo peruano (A. se tiró todo el viaje jugando con una pequeña niña andina a la que parecía hacerle mucha gracia una bolsa de plástico que A. hinchaba y deshinchaba continuamente) y admirar durante todo el camino el fabuloso paisaje que adorna el mítico Valle Sagrado. 
 
La de Pisac fue una excursión inolvidable. 

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