Nuestra despedida de Johannesburgo fue bastante divertida, la verdad. Era nuestra última noche en la ciudad ya que al día siguiente partíamos rumbo a Durban, en plena costa africana del Índico. MLD, St y yo habíamos quedado con Rh. N. y J., la pareja de Rh, para cenar un restaurante asiático en Melville. Melvillees un acomodado y animado barrio al noreste de la ciudad, «pijo-bohemio», lleno de bares y restaurantes y muy frecuentado por estudiantes, debido a la proximidad de Melville a la Universidad de Johannesburgo y a la Universidadde Witwatersrand. Es además una de las zonas de ambiente gay más conocidas de la ciudad. Algo así como una Chueca madrileña, salvando las distancias.
A J. le encantaba la comida asiática pero el restaurante que habían elegido era algo pretencioso y caro y, una vez más, tuve la sensación continua de que la comunidad blanca en Johannesburgo se esforzaba por imitar cualquier cosa que pareciese «europea» u «occidental», dándoselas de sofisticados y elegantes pero al final lo hacían siempre de una forma artificiosa y forzada, siendo el resultado muy poco natural.
No cenamos bien, pero bebimos mejor y lo pasamos a lo grande. Nos reímos mucho y fue una noche muy divertida.
J. había vivido en Durban durante unos años y le encantaba la ciudad. Nos dio unas cuantas recomendaciones ya que St. no la conocía demasiado bien y nos advirtió también de que teníamos que tener bastante cuidado allí ya que Durban tenía bastante mala reputación y fama de ciudad peligrosa y llena de delincuentes, tanto o más que Johannesburgo.
No nos acostamos demasiado tarde. El viaje al día siguiente iba a ser largo y duro, especialmente para St. que conducía. Casi 600 kilómetrosseparaban ambas ciudades.
Al día siguiente muy temprano abandonamos el Chateau de Carolle, nos despedimos de Carolle, su amable propietaria que parecía sacada de una película de los 70, y emprendimos rumbo a Durban.
El viaje fue largo, muy largo. Una interminable y recta autopista conecta Johannesburgo con la tercera ciudad del país en población, Durban, que a su vez es el puerto más importante del continente en el Índico. Al principio el paisaje era desolador. Una vez fuera de Johannesburgo, la tierra casi quemada, los espacios abiertos y el polvo del camino configuraban un paisaje inmenso y desolado. El color ocre, el marrón y el amarillo coloreaban la tierra y la uniformidad hipnótica del paisaje sólo era rota de vez en cuando por alguna gasolinera y alguna que otra población más o menos grande, más o menos rica, más o menos pobre o más o menos digna.
En el arcén de la autopista, durante todo el trayecto, se podía ver gente vagando sin rumbo, autostopistas, grupos de mujeres yendo sabe dios a donde, viajeros que recorrían la autopista a pié driblando entre un tráfico constante de rápidos coches caros y de lentas camionetas y destartalados autobuses atestados de gente.
Durban, la ciudad más importante del estado de Kwazulu Natal, estaba en la costa y para llegar hasta allí teníamos que atravesar las abruptas montañas Drakensberg, que quebraban la agreste planicie del interior del país, y adentrarnos en el propio estado de Kwazulu Natal, el antiguo reino Zulú que alcanzó su máximo esplendor bajo el gobierno del temible y famoso Shaka Zulú. Estas tierras teñidas en sangre fueron escenario de cientos de batallas y de las sangrientas guerras Boer (entre Boer y británicos) y las todavía más sanguinarias guerras anglo-zulúes (entre los ingleses y zulúes) que acabaron con la derrota definitiva de los zulúes y la incorporación del estado de Natal a la Unión Sudafricana, ya bajo el dominio británico.
La nación sudafricana exuda drama y conflicto por cada uno de sus poros y rincones y no parecía haber un sólo lugar que no haya sido testigo de la convulsa historia de Sudáfrica, rica en episodios crueles y despiadados.
Hoy por hoy, los zulúes son una de las etnias más representativas de la nación, constituida por diez millones de habitantes que viven principalmente en Kwazulu-Natal.
Poseedores de un pasado glorioso, los zulúes se enorgullecen de su historia, su cultura y sus tradiciones y han sabido preservar su influencia política y social en la Sudáfricadel siglo XXI, teniendo incluso su propio partido el Inkhata Freedom Party, que, a pesar de abogar por la independencia del estado de Kwazulu-Natal, ha llegado a formar parte del gobierno de unidad nacional en alguna ocasión.
En las estribaciones de las montañas Drakensberg, pasamos por la emblemática localidad de Ladysmith, casi situada en medio de la nada, pero a medio camino entre Johannesburgo y Durban. Ladysmith cuenta con 225000 habitantes y posee en sus inmediaciones una buena reserva natural donde poder observar la fauna que no parece ser incompatible con el hecho de ser Ladysmith una importante área industrial.
A mi personalmente me hizo mucha gracia pasar por ahí, por Ladysmith, debido a lo que había leído en uno de los libros de Javier Reverte en los que narraba su viaje a lo largo y ancho de Sudáfrica. Y es que esta localidad fue bautizada así en honor a una española originaria de Badajoz, Lady Juana Maria Smith, esposa de un gobernador británico de la colonia en pleno siglo XIX. No me puedo ni imaginar lo que pudo suponer para aquella extremeña viajar en aquella época al otro extremo de África, a tierras tan inhóspitas y salvajes, como aquellas, por aquel entonces.
Pero Ladysmith es tristemente famosa más bien por el terrible sitio al que se vio sometida durante 118 días en el transcurso de la segunda Guerra Anglo-Boer, sitio durante el cual perdieron la vida hasta 3000 soldados británicos.
Tras Ladysmith, con las montañas ya a nuestras espaldas, poco a poco se nos fue descubriendo un paisaje completamente diferente, casi tropical, verde y exótico que contrastaba totalmente con el ocre y el marrón que nos había acompañado hasta entonces.
La aridez daba lugar a la exuberancia de un paisaje rico en bananeros, palmeras y plantaciones de azúcar.
Nos acercábamos a la costa. Sentíamos que nuestro destino estaba cerca pero lamentablemente el viaje todavía vino a durar unas tres largas horas más, para desesperación de St. que no paraba de revolverse en su asiento. No fue hasta ya caído el día y entrada la noche que, por fin, las luces de la gran ciudad nos deslumbraron. Por fin habíamos llegado a Durban.