Ajmer: India en estado puro

Mucho más importante que su vecina Pushkar en términos administrativos, económicos y de población (500000 habitantes de Ajmer frente a 14000 de Pushkar), Ajmer no suele contar con tanto turismo y muchos de los viajeros que visitan la región pasan de largo e ignoran esta caótica urbe india en sus viajes por Rajastán y van directamente a la reposada y mística Pushkar.
Fue por ésto, tal vez, que cuando le dijimos a Viru, nuestro conductor, que queríamos visitar Ajmer, éste se mostró extrañado, casi contrariado.
«No les va a gustar, es mejor que vayan a otro sitio»-nos dijo-«No es un sitio bonito, hay muchos musulmanes, ya saben»-nos comentó para añadir-«Con lo bonito que es Pushkar, quédense en Pushkar y disfruten de la ciudad». Más gente a lo largo del viaje nos había advertido y nos había puesto en antecedentes: Ajmer es una ciudad dificil.


Pero es que Ajmer, además de ser uno de los lugares de peregrinación musulmana más importantes de toda la India, es la ciudad donde se encuentra el templo Rojo de Nasiyán, uno de los templos más importantes del jainismo en la actualidad.
Y se nos había metido entre ceja y ceja visitar ese templo y acercarnos de esta forma un poco a la extraña religión jainista. El jainismo nació en la India y fue fundado por el gran maestro Majavirá allá en el siglo VI a.c. Con una visión cosmogónica muy particular y la compasión como principio básico de vida, lo que más me llama la atención de jainismo es su ateismo, lo cual me resulta bastante curioso teniendo en cuenta que estamos hablando de una religión.  Y es que el jainismo, más que una religión, es casi toda una concepción filosófica del mundo.  Para ellos, el mundo, eterno, se rige por las leyes de la naturaleza que dominan un universo que posee sus propias jerarquías y niveles. Los jainitas creen que todo ser vivo es parte de ese Universo viviente por lo que todo ente tiene alma. De ahí su enorme respeto por cualquier clase de existencia, lo cual les lleva a  practicar la no violencia y el ayuno. Tienen una dieta muy estricta, son vegetarianos y, por ejemplo,  no pueden comer tubérculos para no dañar a los insectos que viven en la tierra y los más devotos llegan hasta el punto de taparse la boca con un pañuelo para no tragar ningún mosquito o ninguna mosca y no acabar así con su vida por accidente.
Hoy por hoy, el jainismo es una religión minoritaria en la India (bueno, lo cual hablando de un país superpoblado supone cerca de los seis millones de fieles) (ser devoto de esta religión fácil no debe de ser…), aplastada quizás por las dos grandes religiones del país, el hinduismo y el islamismo. Y nosotros no queríamos perder la oportunidad de conocerla de cerca.
Viru nos condujo sin rechistar hasta Ajmer. Los 14 kilometros que separan Pushkar de Ajmer parecen ser el camino de unión de dos universos completamente diferentes. Tras dejar atrás la tranquilidad y la calmada pero alegre espiritualidad  de la pequeña Pushkar, nos sumergimos en el caos y el tráfico inmenso de la locura de Ajmer. La carretera bordea el inmenso lago Ana Sagar, sobre el que descansa la ciudad. El lago, de sucias aguas reposadas,  se supone que es de los más bonitos de la región, pero a mi que no me entusiasmó me dió la sensación no se por que de ser un lago artificial. El lago es enorme y a medida que nos acercabamos a Ajmer, la vida con toda su cotidaneidad y mundanidad explotaba en sus riberas.

Nuestra primera parada, como os podéis imaginar, fue el templo rojo de Nasiyán. Un escéptico Viru nos dejó en una transitada avenida sin detenerse y nosotros, golpeados por el calor del día, fuimos pasando al interior del templo, mientras él aparcaba.

El templo es de un vivo color rojo, como ya habréis imaginado. Fue construido allá en el año 1865 y consta de dos plantas. Arquitectónicamente, el edificio me recordó a otras construcciones de estilo mogol que se pueden encontrar a lo largo y ancho del estado de Rajastán. El interior era tranquilo, fresco y oscuro y el suelo estaba razonablemente limpio (lo cual es algo que mis pies descalzos agradecieron). No había demasiados fieles en aquel momento y sólamente algún viajero se había dejado caer por allí aquel día.
El templo consta de dos plantas y un patio de enormes y bellas proporciones pero si por algo destaca especialmente el templo rojo de Nasiyán es por la gran cantidad de esculturas y figuras doradas que posee que a modo casi de exposición nos muestran la peculiar concepción del mundo antiguo de la religión jainita. Oro y piedras preciosas decoran casi una representación del Universo de fantasia con el sagrado monte Meru como eje central sobre el que se disponen los siete continentes y los siete océanos con góndolas voladoras sobrevolando toda la escena.
El templo estaba casi desierto así que pudimos ver con calma y tranquilidad ese despliegue cosmogónico de la filosofía jainista pero por desgracia no vimos demasiados devotos en carne y hueso ni, por consiguiente, tampoco pudimos hablar ni conversar con ellos y conocer así de primera mano su fé y sus creencias.
Algo decepcionados y cabizbajos, nos lanzamos a conocer otro imprescindible para quienes visitan Ajmer. La mezquita de Khwaja Muin-ud din Chishti, un veneradisimo santo sufí que convierte a Ajmer en el lugar más sagrado del Rajastán para los musulmanes y un importantisimo centro de peregrinación, como ya dije antes.
Viru no se quiso acercar demasiado con el coche porque tenía miedo a que se lo rallasen  (decía que en Ajmer no había buena gente. Viru es hindú. Los recelos entre las dos comunidades, hindú y musulmana son más que evidentes) y la verdad es que las multitudes que invadían las calles aledañas no parecían facilitar precisamente el tránsito rodado.
Comenzamos a andar calle arriba para acercarnos a la mezquita. Las calles estaban completamente atestadas y por momentos casi teníamos que abrirnos paso a codazos. Eramos los únicos occidentales a la vista y nos habíamos convertido en la gran atracción de la calle en ese momento. (eramos dos hombres extranjeros y dos chicas, una rubia y una pelirroja, podéis imaginar quien les llamaba más la atención). Varios chicos, enfundados en sus chilabas blancas, se nos acercaban y nos interrogaban insistentemente sobre si eramos americanos.
Nosotros les contestabamos que eramos españoles para ellos terminar respondiendo cada vez: «spain, my friend, spain, you are wellcome, go on«. (no sé si tiene que ver pero justo por aquel entonces la comunidad musulmana mundial estaba un poco enfadada con los Estados Unidos por una polémica sobre quema de coranes por parte de unos fundamentalistas cristianos en el interior del Estados Unidos).
La verdad es que yo estaba empezando a agobiarme y las continuas preguntas sobre si era americano tengo que reconocer que no me resultaban muy tranquilizadoras.
La calle era un maremagnum de personas, motos, mercados con sus productos casi volcados sobre el asfalto, niños, gente gritando y al fondo, en un cruce de calles, aparecía la mezquita, destartalada y abarrotada, envuelta en un enjambre de personas enarboladas que intentaban abrirse paso a su interior.
Un grupo de leprosos se nos acercaron arrastrándose entre la multitud y comenzaron a pedir limosna detrás nuestra. La escena era dantesca digna casi de un capitulo de la serie Walking Dead. Sus manos, convertidas casi en muñones y apenas envueltas en unas sucias vendas blancas, se alzaban implorantes hacia nosotros a la vez que los pobres enfermos emitían un sonido gutural inentendible en cualquier lengua: «AHMMMMMMMMM, AHMMMMMMM, AHHHHMMMMMMMM». El sonido era agónico, casi inhumano. Algunos de ellos, casi desnudos, adoptaban posturas imposibles con sus piernas llenas de heridas adelantadas sobre sus hombros de tal forma que sus pies se colocaban por delante de sus manos, reptando de esta forma por el suelo como si fueran la niña del exorcista con sus desfigurados rostros comiendo el polvo de la calle.
Esa forma tan humillante de pedir, tan dura, tan triste, tan penosa, que sólo he llegado a ver en la India,  no tenía respuesta por parte del resto de transeuntes, casi insensibles que les ignoraban. Nadie se dignaba ni a mirarlos y algunas personas incluso les pisaban pasándoles por encima.
Toda esta visión me repugnó hasta tal punto que mi propio asco me avergonzó e hizo que se me saltaran las lágrimas y casi horrorizados nos alejamos lo más rápido posible, aunque ellos mucho más despacio nos seguían y  frenados nosotros por la multitud, ellos siempre acababan por alcanzarnos. Comprendí aquel día en aquel momento la diferencia enorme entre pobreza y miseria. Dos conceptos tan iguales pero en el fondo tan diferentes separados quizás sólo por una fina línea de dignidad y entereza. 
Ya en la puerta de la mezquita, el acceso era muy dificil, teníamos que dejar los zapatos en la puerta y como ya nos habían robado unas zapatillas en Rishikesh y ante la idea de tener que regresar descalzos al coche decidimos dividirnos en dos turnos. Dos de mis amigos entrarían en la mezquita mientras Ana  y yo nos quedaríamos esperando fuera,  como segundo turno, cuidando de los zapatos de los primeros.
En ésas estabamos cuando justo en aquel momento surgió de entre la muchedumbre un chico joven argentino, que nos había visto en la distancia, y  se había tomado bastantes molestias en llegar hasta nosotros. Tras las necesarias y debidas presentaciones y tras cruzarnos un par de frases de rigor, nos preguntó si podía unirse a nosotros. Aliviado él (y casi aliviados nosotros por sumar a alguien más para el grupo aquel día), el primer equipo accedió al interior de la mezquita, quedando los tres engullidos en décimas de segundos por la masa de fervientes fieles que hacían cola para acceder a la sagrada mezquita.
Ana y yo nos quedamos allí en la calle, en una tímida esquina, observando las multitudes imposibles, ya algo más tranquilos, alejados por fin de los leprosos, pero aún sofocados, agobiados, aplastados y horrorizados. Y también desconcertados. (sí, desconcertados también).
Fue entonces cuando muy cerca de nosotros, fruto probablemente del poco espacio o vete tu a saber por qué, dos hombres comenzaron a pegarse. Hubo gente que intentó separarlos pero en un minuto toda la calle se convirtió en un campo de batalla. Una escalada de violencia, repentina, casi como un relámpago, perdido en la inmensidad del gentío, de los gritos, de la masa humana que iba y que venía.

La trifulca iba a más, la tormenta de agresiones empeoraba y nosotros intentabamos alejarnos lo máximo posible pero tampoco demasiado porque  si no a lo mejor nuestros amigos tendrían problemas para encontrarnos cuando por fin salieran.
Y fue justo en el momento de mayor caos, algarabía, violencia, cuando de repente apareció una moto abriendose paso entre la multitud. Sobre la moto viajaban tres chicos jovenes que se agarraban unos a otros  llevando encima a modo de precaria torre, como decenas de docenas de huevos apiladas en precario equilibrio. El conductor de la moto pitaba insistentemente e intentaba pasar a traves de la reyerta con toda la naturalidad del mundo.
Para mi, ese momento define la India mejor que cualquier descripción que desde aquí yo pueda humildemente hacer.
Era absurdo. Surreal. Increible. ¿Realmente esos tres chicos creían que podrían pasar a través de la muchedumbre encabronada montados en una moto cargando con una montaña de huevos peligrosamente colocados y pretender además hacerlo con éxito y sin romper ningún huevo? En cualquier otro lugar del mundo donde yo hubiese estado antes, probablemente, cualquier persona mínimamente cabal hubiese desistido o hubiese rodeado pasando por otro lugar. En India no. Los chicos cruzaron la calle, atravesaron la pelea y se perdieron entre la gente, sin llegar a saber nosotros a ciencia cierta si finalmente consiguieron llegar a su destino con todos los huevos en su sitio.
Contemplamos la escena embobados, casi divertidos y por unos instantes nos olvidamos de la gente, de la muchedumbre, y las ostias que se estaban dando a escasos metros. Aquel momento fue como una exhalación, un kit-kat,  un momento digno de cualquier comedia de los Monty Pyton.
Giré la cabeza y me dí cuenta de que no eramos lo únicos que observabamos la escena. Entre aquella mundanidad que poblaba aquella grotesca calle escenario de esa obra de golpes y peleas, de gritos y caos, la mirada hipnótica y  penetrante de un niño que,  entre inocente y curioso, entre sorprendido y atemorizado, se aferraba a los hombros de su padre que le llevaba en su regazo.  Era quizás la mirada más increíble y fascinante con la que uno se puede topar. La mirada inocente y maravillosa de un niño que observa el mundo con la fascinación y el descaro de quién descubre un mundo nuevo. Yo me quede hechizado por aquella mirada, por aquellos ojos grandes pintados de negro que miraban a su alrededor observándolo todo con curiosidad y miedo. Quizás nosotros mismos eramos como niños entonces. Enfrentados ante un universo completamente diferente al europeo: la India se abría ante nuestros ojos, con toda su brutalidad, con naturalidad y honestidad, sin paños calientes ni aspavientos. Aquel día en Ajmer me golpearon, me empujaron, me agobié, me asusté, pasé muchisimo calor e incluso fui maldecido más tarde en el borde del lago Ana Sagar (eso es otra historia…)  pero la intensidad de la experiencia de aquel día me hizo sentir vivo como hacía tiempo que no lo hacía. Casi otra vez como un niño. Aquella noche soñé con la India, con sus colores, con sus ruidos, con ese mundo imposible de góndolas voladoras, miseria sin solución, magia y espiritualidad, violencia e inocencia.  Y es que así es la India capaz de desconcertar, horrorizar, maravillar y emocionar, todo al mismo tiempo, de una sola vez, y comprendí entonces que quizás en aquel viaje no llegase ni acercarme a conocer mínimamente el país con toda su complejidad, pero, al menos, lo había sentido. La India había ya penetrado en mi, se había colado a través de los poros de mi piel y se había instalado  en mi memoria, me había cambiado, me había transformado. En cierta forma, llamadme exagerado, la India ya formaba parte de mi.

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