Es un lugar muy emblemático y con bastante significación, rodeado de leyenda y misterio y con un indudable valor arqueológico.
Entorno a estas cuevas, en parte fruto de la erosión del mar en parte obra de la mano del hombre, giran, como ya digo, numerosas leyendas y mitos que contribuyen a darles mayor renombre.
Aquí fue donde Hércules descansó por fin después de realizar sus doce labores y precisamente fue él quien con su fuerza creo el estrecho de Gibraltar separando las montañas a ambos lados dando lugar así al peñón de Gibraltar.
Hay quien dice también que una antigua civilización creó las grutas modificando un antiguo accidente geográfico natural y las utilizó como refugio y protección.
Y también se comenta que las propias grutas se comunican con las de San Michael en Gibraltar.
En cualquier caso, hoy por hoy, cuando uno se acerca a las grutas de Hércules lo primero con lo que se encuentra uno es algo totalmente mundano y nada mítico: un montón de chiringuitos playeros escavados en la roca y rebozados de arena y con un fuerte olor a comida como bienvenida.
Llegamos allí después de un divertido viaje en carretera, ya que viajabamos seis en el coche, por lo que teníamos que esconder continuamente a un niño marroquí que nos acompañaba aquel día para que no nos multara la policía. Lucía, una amiga de mi amiga Carmen, a la que yo visitaba en Tánger aquel fin de semana, conducía. Y se pasó todo el viaje gritándole al niño para que se escondiera cada vez que aparecía un policía.
Así que llegar hasta allí fue casi un alivio.
Aparcamos el coche junto a los chiringuitos encaramados en lo alto de un acantilado que se abría al océano. Abajo, en un lateral, se disponía una enorme playa de arena, bastante limpia, con sus sombrillas y todo y con las bravas y frías aguas del oceáno Atlántico invitando al baño. Aguas traicioneras y traidoras, por cierto, porque como en todas las playas de la costa Atlántica de Marruecos, el baño es peligroso, debido a las fuertes corrientes marítimas circulantes.
Nosotros tomamos el sol, hacía mucho calor y nos bañamos y luego nos acercamos a lo alto del acantilado ya que a las cuevas se accede justo por una entrada situada junto a uno de los restaurantes. Allí mismo se pueden comprar las entradas para acceder a la gruta. Ya desde arriba, uno puede apreciar las vistas. ¡Y que vistas! Increíbles.
El lugar invitaba a quedarse así que aprovechamos a cenar en uno de los chiringuitos playeros.
La comida era barata y estaba buena y sabrosa, el local servía platos tradicionales marroquíes, tagines y cous-cous, cocinados a la lumbre del fuego de un horno de carbón, cuyo olor se mezclaba con el de la comida, abriendo aún más si cabe el apetito que la playa ya de por si siempre me da la playa y el mar.
El ambiente era relajado, tranquilo, relajante. Y no había demasiada gente con lo que disfrutamos del entorno casi en exclusiva. En pleno Ramadán, los marroquíes no pueden ni comer ni beber ni bañarse durante el día. Poca gente se había acercado a la playa aquel caluroso día de julio. Como mucho algún turista perdido o algún local díscolo (alguno hay, como el novio de mi anfitriona)
Ya al atardecer, la puesta de sol desde allí es impagable e impresionante: El mar imponente en el horizonte se confunde con el cielo, más inabarcable aún si cabe, combinándose con la luz dando lugar a una gama de colores infinita, imposible de reproducir con la humana paleta de cualquier pintor.
No me extraña que Hércules, agotado como estaba, hubiese decidido descansar después de sus doce tareas en un sitio como aquel. Para mí fue el cierre perfecto de un fin de semana más en Tánger, ciudad que compartí por cierto en muy buena compañia… Como siempre.