Nuestro primer día en Bagan contratamos un conductor que por 40 dolares nos llevó a recorrer algunos de los templos más importantes del entorno y aprovechamos el coche aquel día también para llegar a algunos de los más alejados.
Comenzamos el día en el viejo Bagan, atravesando la puerta de Tharaban, superviviente de la antigua ciudad amurallada y desde allí la sucesión de templos y pagodas fue casi interminable, agotadora:la luminosa Bupaya, en las riberas de río Ayeryarwady, el salvaje Dhammayangyi o el famosisimo templo Ananda, impresionantes desde fuera, y lleno de cientos de imagenes de Budas en su fresco interior, que da cobijo también a otros tantos cientos de murciélagos.
A pesar de que quizás alguno de estos templos sean mucho más espectaculares, recuerdo especialmente el pequeño y discreto Nanpaya, adyacente al templo Manuha. Este Nanpaya, sin apenas iluminación, con un interior oscuro y cavernoso contaba con unos hermosisimos frisos. El templo lo cuidaba una ancianita, muy entrañable y simpática, que nos prestó una lintera y se despidió de nosotros cuando nos fuimos con una sonrisa y una mirada llena de ternura.
Y es que con cada templo, con cada visita, y a pesar de los inagotables niños vendedores, el pueblo birmano hacía alarde de una amabilidad y una hospitalidad fuera de lugar. El día a día de los templos también se mostraba sin pudor a pesar del turismo y la religiosidad del pueblo birmano se hacía patente cada minuto. El budismo y la religión son piezas esenciales de la realidad birmana y en Bagan el negocio, el budismo, la historia y el turismo se entremezclan de una forma bastante natural y sin demasiados dobleces.
Tras una copiosa comida birmana, mezcla de currys, ensalada birmana y como no, arroz, en un humilde restaurante en Old Bagan, continuamos ruta visitando un par de templos más.
Fue allí cuando Birmania me golpeó por primera vez con fuerza y me tocó hasta el tuétano del alma. Estabamos sentados, descansando bajo el abrigo del techo de algún templo y estaba yo observando como los fieles que lo visitaban depositaban ofrendas y dinero en un enorme e impresionante recipiente dorado rodeado de comida, bajo la atenta mirada de un enorme, obeso e inexpresivo Buda, cuando una niña de cinco años o menos se me acercó.
Vendía unas postales de Bagan, y la niña era preciosa, estaba razonablemente limpia y bien vestida, no era como los niños mendigos, sucios y harapientos, que a uno se le vienen a la cabeza directamente cuando piensa en niños que piden. La pequeña iba muy aseada, y no paraba de insistir y en ofrecerme las postales por una ridicula miseria, apenas podía hablar, balbuceaba más bien. No se porque pero aquella niña me enterneció especialmente, podía haber sido cualquier otro niño, pero fué en aquel lugar en aquel momento cuando aquella niña me tocó el alma. M. estaba sentado a mi lado y le comenté que podíamos comprarle una postal. «Sabes que no debemos, fomentas la mendicidad, esa niña no va al colegio porque sus padres la ponen a vender postales. Si compras postales, sus padres no mandarán a la niña al colegio nunca. Y tú quieres que esa niña estudie. Al comprarle una postal no solucionas nada. Al contrario«-me dijo M. con severidad. Decía algo que ya sabía pero yo en el fondo deseaba escuchar lo contrario. Y la niña insistió. E insistió. Y el corazón se me encogía con cada intento. Había algo triste en aquella digna limpieza en la pobreza, había algo penoso en observar a tus pies como la inocencia de una niña de 4 o 5 años se rebaja por lo que te cuesta un billete de metro en Madrid, había algo patético en aquella escena de la que los dos eramos actores. La absurdez de la vida humana, del juego de la riqueza y la pobreza, quedaba expuesto ahí, en ese momento, con diáfana claridad.
Al final la niña me miró curiosa durante unos segundos con aquellos ojos penetrantes que tenía, bajó la cabeza decepcionada y se fué.
«Debería estar acostumbrado a ésto«-pensé. Pero hay cosas a las que uno no debería acostumbrarse jamás. Me levanté, me alejé de mis amigos, me puse las gafas de sol y lloré durante unos minutos sin que nadie me viése.
Ningún niño debería verse obligado a pedir, ni vender, ni trabajar para comer en todo el planeta. Todos los niños deberían tener derecho a una educación. Nadie debería aprender tan pronto lo dura que puede llegar a ser la vida. No todos tenemos las mismas oportunidades. No es justo.
No se si lloré por el sentimiento de culpa que me causaba no haberle comprado una postal, o por la rabia de ver la niña pidiendo o por la injusticia del mundo entero. El caso es que lloré durante un buen rato. Sólo y en silencio. Me avergonzaba de mis propias lágrimas. Lágrimas casi de cocodrilo.
Un tiempo después, me reuní con mis amigos de nuevo que llevaban ya un buen rato buscándome. Ya pronto se pondría el sol. Nos dirigimos a Pyathada Paya que con su impresionante terraza es el lugar perfecto para ver el atardecer sobre la enorme explanada de Bagan, atestada de templos.
Por desgracia, muchos turistas tuvieron la misma idea aquel día y el templo no es que estuviera vacio precisamente aunque tampoco es que estuviera abarrotado. Conocimos a una pareja, él suizo y ella catalana, que llevaban unos meses recorriedo Asia e intercambiamos impresiones sobre el país y sobre el continente en general.
Juntos contemplamos el maravilloso final del día sobre los templos de Bagan. Fue un momento mágico pero yo, en mi interior, no podía quitarme de la cabeza a aquella pobre niña vendedora de postales.
Me fuí a dormir aquel día con un regusto agridulce en la boca. Me sentía frívolo e infantil. Todavía hoy cuando me acuerdo de aquella chiquilla, algo me mueve por dentro y me vuelvo a emocionar y algo en mis entrañas me dice que tengo que hacer algo para cambiar el mundo. Pero luego la rutina me aplasta y la sensación se desvanece para resurgir sólo muy de vez en cuando y recordarme que mi conciencia todavía sigue viva. Al menos ésto.