Tallín es la capital de la pequeña Estonia, el más septentrional de los países bálticos.
Tallín, ya desde su origen fue una ciudad portuaria y de comerciantes, y en la actualidad con sus escasos medio millón de habitantes, es el centro político del país y un verdadero imán turístico para la nación.
La ciudad tiene sobrados argumentos para ser un hit turístico mainstream en condiciones. Cuenta con un casco histórico medieval, tan empalagoso como el título de esta entrada, que hace languidecer a las capitales escandinavas vecinas Ni Oslo, ni Estocolmo ni Helsinki ni si quiera Copenhague cuentan con un patrimonio como con el que cuenta Tallín.
Pero más allá del renombrado casco histórico, testimonio de su esplendoroso pasado, Tallín ha sabido colocarse en la vanguardia.
Estonia y su capital han hecho grandes progresos en el seno de la Unión Europea, colocándose en la cabeza del desarrollo de las telecomunicaciones e Internet, a pesar de la terrible crisis económica que azotó al país en la última década y que le llevó a entrar en una crisis de austeridad, recortes y paro.
En Tallín hay wifi gratis para todos sus ciudadanos y su población tiene uno de los porcentajes de acceso a internet más elevados del mundo. Y no sólo eso, la ciudad que vió nacer a Skype, tiene uno de los mejores sistemas educativos del mundo siendo los ciudadanos estonios de los que más leen en el planeta.
A Tallín llegamos desde Helsinki en un ferry lleno de bingueras y borrachos, que más parecían estar celebrando una boda en un transatlántico que viajando en un barco de línea de ruta que recorría los apenas 80 kilómetros que separaban Helsinki de Tallín.
Era diciembre y hacía mucho frío y el ferry rompía las aguas heladas del golfo de Finlandia a su paso.
Cuando por fin llegamos a Tallín estaba totalmente cubierto de nieve y ya desde el puerto se podían avistar las torres más altas de la ciudad vieja. Lucía el sol aquel día, pero apenas calentaba, y la luz de la mañana hacía brillar a la nieve que cubría como un manto toda la ciudad.
Un par de días estuvimos en Tallín y enfundados en nuestras bufandas y guantes, poco a poco y con calma fuimos descubriendo la ciudad.
El Vanalin, la ciudad vieja, justifica por si sólo la visita. Torreones, murallas, callejuelas empedradas, Vanalin parece sacado de un cuento de hadas y podría ser el escenario de cualquier historia de los hermanos Grimm. Consta de una parte alta y de una parte baja y desde arriba se pueden contemplar unas maravillosas vistas de la ciudad.
En la parte baja, recuerdo especialmente la plaza del Ayuntamiento, perfectamente conservada y custodiada por la torre del edificio consistorial con 64 metros de altura y coronado por una tímida veleta.
La plaza estaba tomada por un mercadillo de Navidad donde servían gofres y vino caliente. El escenario no podía ser más de postal. Parecía que Papa Noël iba a aterrizar en cualquier momento en su trineo gritando alegremente Ho Ho Ho. Gracias a Dios, no lo hizo.
La catedral de Alexander Nevski, de un estilo ortodoxo ruso, me alucinó y me recordó la proximidad del gigante ruso y que Estonia hasta hace 25 años era parte de la otrora todopoderosa URSS, un lugar casi vetado para occidentales cuando yo no era más que un crío. (casi un 40% de la población de la ciudad es de origen ruso, un 27% de sus habitantes no son ciudadanos comunitarios, es el récord para una capital europea. La convivencia entre las comunidades estonias y rusa no ha sido ni es siempre sencilla. Parte de la población rusa no habla ni si quiera estonio y prefieren el inglés como segunda lengua).
Me pareció muy curioso que en un casco histórico tan medieval, tan preservado, lleno de camareras disfrazadas de mozas posaderas y de estampas casi de cuento, en un oscuro lugar de la ciudad se encuentra el Depeche Mode Baar, meca de peregrinaje para los verdaderos fans del grupo. El bar está lleno de góticos y en su interior suena sin parar la música del grupo. (Personal Jesus siempre fue una de mis canciones favoritas). (www.edmfk.ee/dmbaar)
Fuera del casco histórico, la magia de cuento de Tallín se rompe y la ciudad se convierte en la típica ciudad del este poblada por grises edificios comunistas, algún que otro borracho vagabundo dormido en las esquinas y los ciudadanos enfundados en sus gorros aterecidos por el frío gélido de diciembre.