Varanasi (Benarés), ciudad sagrada

Nuestra última parada en nuestro periplo por la India antes de regresar a Delhi y tomar el  vuelo de vuelta a España fue la mítica Varanasi, el que fue el momento cumbre de nuestro viaje por India y quizás una de las experiencias más intensas de toda mi vida.

Varanasi, la antigua Benarés, es una de las ciudades más sagradas de hinduismo, siendo ciudad santa también para los budistas y para los jainitas por lo que puedo afirmar sin temor  a equivocarme que Varanasi es uno de los lugares más importantes de todo el planeta desde el punto de vista religioso.

Ciudad de peregrinación (todos los hinduistas deben visitarla al menos una vez en su vida), Varanasi yace en las orillas del Ganges, un río que en su solemne sacralidad rebosa humanidad y porquería en su curso a través de la ciudad.

Existe la creencia de que todo aquel que muera en Varanasi ya termina con su ciclo de reencarnaciones (samsara) y alcanza la unión definitiva  con el dios creador, con el todo universal. De esta forma, cientos de miles de enfermos, moribundos, ancianos peregrinan  a Varanasi cada año en busca de su último descanso, como descansó en su momento el dios Brahma, apoyando una de sus cuatro cabezas allí mismo y bendiciendo el lugar para siempre.

En un país tan pobre como la India, muchos fieles se gastan lo poco que tienen con la esperanza de llegar a tiempo para morir en las calles sagradas de Varanasi y muchos de ellos invierten en este último viaje los pocos ahorros que toda la familia posee.

Algunos afortunadamente llegan a tiempo antes de recibir el letal beso de la muerte, pero  otros muchos, tras recorrer miles de kilómetros desde todas las partes del país, se quedan por el camino, llegando a Varanasi como cadáver.

Es por todo esto, que desde el primer momento en que puse el pié en la ciudad no pude desprenderme del enorme peso de la religión y de la muerte que flota en el ambiente casi enloquecido de Varanasi.

Por un lado, el fervor religioso inunda cada esquina, cada acera, cada peldaño de la vieja ciudad. Cientos de fieles se agolpan, congestionando las calles, invadiéndolas con su sudor, con su fe casi obscena, impregnándolo todo de un olor (casi hedor) a humanidad que es difícil de soportar cuando te da el primer bofetón nada más llegar.

Los enfermos en las calles, los moribundos, los méndigos pidiendo limosna, la miseria de los niños descalzos, los perros muertos, las ratas, los vendedores de reliquias y souvenirs, los numerosos turistas y los policías indios que imponen orden entre todos ellos terminan de colorear un paisaje humano variopinto, imposible y fascinante.

Varanasi no deja indiferente.  Enfrentarse a la muerte tan de cara como uno lo hace allí no es fácil. En Occidente vivimos de espaldas a la muerte a la enfermedad y a la vejez. Vivimos en una sociedad que celebra la vida, el consumo y la juventud dejando a un lado la otra cara de la moneda, la muerte, esa presencia que callamos y nos guardamos para nosotros y que ni siquiera nos atrevemos a murmurar cuando nos acostamos por la noche ya a solas con nuestros pensamientos.

Enterramos  a nuestros difuntos en cementerios en las afueras de las ciudades, rodeados de altos muros para que su presencia no nos haga recordar el inevitable y fatídico hecho de que vamos a morir, encerramos a nuestros ancianos en asilos para que no convivir con aquello en lo que nos vamos a convertir y la enfermedad y la muerte son un tema tan complicados de abordar en determinadas ocasiones que hasta ni nos enseñan a dar un pésame en condiciones.

El hinduista convive con una naturalidad con la muerte que a mí me resultó pasmosa. La muerte no es el fin si no el comienzo de otra vida y por ello, en Varanasi a veces hay casi hasta un ambiente festivo que convive con el fervor religioso y los rituales funerarios de los miles de peregrinos de un modo estrafalario, casi imposible.

Nuestro primer día en Varanasi fue tan fuerte, tan duro, el impacto fue tal, que tras dos horas de paseo por las calles de la ciudad, yo me tuve que refugiar en la habitación de mi hostal para recuperarme de la impresión, para huir de la India y para olvidarme de donde estaba.

Aquella tarde si hubiera tenido un botón de tele-transporte, lo habría pulsado y me habría vuelto  en el acto a mi casa en España.

Llevaba veinte días en la India y el país tenía reservado allí en Varanasi su último gran puñetazo en el estómago.

El día siguiente nos levantamos muy temprano. Habíamos negociado un paseo en barca al amanecer por el Ganges, una de esas experiencias imprescindibles cuando se visita la ciudad.

La barca en la que navegábamos no era más que un pequeño bote de madera entre cuyos tablones se asomaba las sucias aguas del Ganges. Durante todo el trayecto no pude olvidar la historia que me había comentado una amiga sobre su paseo en barca por el Ganges que acabó en naufragio con baño en las fétidas aguas del río incluido.

Desde la quietud de la barca, podíamos contemplar sin ningún pudor la impactante rutina matutina del río que se mostraba ante nosotros sin tapujos: hombres y mujeres lavándose, cepillándose los dientes, bañándose en las aguas del río, niños jugando y nadando ya a primera hora del día, vacas remojando sus sagradas pezuñas y, sobre todo, los impactantes rituales funerarios en los ghat religiosos del río, la quema de los cuerpos cuyo humo se elevaba por encima de nuestras cabezas y se mezclaba con la neblina de la mañana.

Y todo este espectáculo de vida y muerte se revelaba ante las miradas atentas de los turistas que con sus cámaras fotográficas se agazapaban a la caza, pertrechados  en los cientos de barcazas, que como la nuestra, recorría el río a primera hora de la mañana.

Era un acto voyeur, casi exhibicionista. Un momento de indiscreción consentida, tan obsceno como chocante.

Un cadáver bajaba rio abajo, un par de cuervos negros se posaban encima de su brazo rígido y torcido y picoteaban alegremente. A unos pocos metros, unos niños bebían riendo el agua del río.

“Mirad al cadáver, mirad al cadáver (look at the body, look at the body”-gritó el barquero señalando al cuerpo. Unos japoneses en una barca vecina se giraron y empezaron a tomar fotografías.

“Pobre hombre”- continuó lastimoso nuestro barquero-“Seguramente es un hombre pobre, sin dinero ni familia, y no se pudo pagar un funeral. Cuando eso pasa, tiran los cuerpos enteros al río. Que desgracia”

Al menos en Occidente la muerte nos iguala a todos. En India no. Si no tienes dinero para pagarte un funeral, mala suerte y olvídate de alcanzar la liberación de tu alma.  Al menos por esta vez.

Justo a nuestro lado, para darle surrealismo a la escena,  se cruzó una barca en la que dos hombres estaban viendo la tele mientras remaban.

El resto del día lo dedicamos a pasear por las calles de la ciudad y por la noche acabamos la jornada mezclándonos entre la multitud en una de las múltiples puja o celebraciones religiosas que inundan las riberas del Ganges en el centro de la ciudad.

El segundo día nos acercamos a los ghat de cremación a pie para verlos más de cerca. Hacía un calor del infierno y a medida que nos acercábamos el hedor insoportable a cuerpo quemado, mezcla entre grasa revenida y fósforo, era cada vez más intenso.

La visita a los ghat no fue precisamente fácil.  Fue una experiencia dura y muy intensa.  No decidimos prologarla demasiado tiempo.

Mientras Marta y Ana buscaban a Marcos que se nos había perdido entre la multitud, yo me quede esperando solo en el punto de encuentro.  Fue en aquel momento en que dos hombres justo a mi lado rompieron una especie de tubo del que empezó a salir un líquido negro fangoso que mojó mis pies.

Un grupo de hombres pasaron justo a mi lado portando un cadáver camino a las cremaciones. Una mano inerte que sobresalía colgado de la camilla me rozo el brazo. Hacía calor y sudaba y empezaron a picarme los ojos. Comprendí que la ceniza que caía del cielo y que se mezclaba con mi sudor no era otra que la que procedía de las chimeneas de los hornos crematorios.

Hubo un momento en que Varanasi saco lo peor de mí y en aquel mismo instante la ciudad se convirtió en una presencia insoportable y no me avergüenzo en decir que empecé a llorar. No quería estar allí.

En el peor momento, un hombre se acercó a mí y me agarro del brazo y me dijo como si tal cosa:

“Ven a ver los cuerpos, ven”- para terminar con una frase que no se me olvidará jamás – “Burning is learning” (quemar es aprender).

Afortunadamente mis amigos aparecieron justo entonces y salimos de allí, camino al hostal de donde apenas fui capaz de salir en toda la tarde.

Resumir en esta humilde entrada todos los encuentros, todas las experiencias, todas las conversaciones y sobre todo la mezcla de sensaciones que supuso para mí  aquellos tres días en Varanasi es una tarea casi imposible: Desde una emocionante conversación sobre el karma que me regaló un humilde vendedor de inciensos y esencias, hasta el encuentro con una asturiana sobrecogida por la ciudad pasando por aquel pobre anciano que llevaba una ofrenda de leche al que grité porque me la derramó encima en medio de un tumulto que corría huyendo de la policía que dirigía y controlaba a las masas humanas a golpe de porra como si fuese ganado.

Tres días en Varanasi fueron casi como una vida entera y ahora que ha pasado bastante tiempo desde mi visita a esa ciudad, la recuerdo casi como un sueño completamente irreal.

Si la India es un país intenso, que se siente más que se visita, Varanasi es la esencia misma de esa intensidad, una parada obligatoria para quien viaje por el país y, sin duda alguna, una pieza clave para comprender la compleja realidad del hinduismo.

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