En Naxos contratamos una de esas excursiones de un día que te llevan en barco a otras islas vecinas. No teníamos mucho tiempo y si queríamos ver algo más, no nos quedaba otra.
Así que, bien temprano por la mañana, nos embarcamos en un pequeño barquito no demasiado abarrotado de turistas rumbo a la mítica y misteriosa isla de Delos.
Antes de llegar a Delos, el barco hizo una pequeña parada en Paros y ya ahí fue donde una horda de gente invadió la cubierta del barco y verdaderamente empezamos a sentirnos como auténticos borreguillos enlatados.
El barco rompía las tranquilas aguas del Mediterráneo con fuerza y velocidad y no tardamos demasiado en avistar en el horizonte la árida y escarpada silueta de la isla de Delos.
Ya vista desde la distancia, Delos no es más que una roca seca plantada en medio del mar, de tierra yerma e infértil, y sin más agua que la propia de ese mar azul transparente que rodea, separa y a la vez une a la isla al resto de las Cicladas.
Vista así, un islote sin vida e inerte, parece increíble que el puerto de Delos llegase a ser en el pasado uno de los más florecientes de todo el Mediterráneo oriental y que bajo el paraguas del comercio portuario y de esclavos creciera una de las ciudad más prósperas y ricas de todas las Cicladas.
Cuenta la leyenda, que en la época en la que se pierde la memoria de los tiempos, Delos era una isla flotante y que fue precisamente Zeus quien la ató a tierra para utilizarla como refugio para su amante Leto. Fue en Delos donde nacieron precisamente los hijos de ambos, lo importantes dioses de Artemisa y Apolo.
Fue por esto quizás que desde siempre para los antiguos helénicos, Delos albergó un carácter sagrado casi místico que la protegió en numerosas ocasiones de la invasión armada y le proporcionó ciertas garantías de seguridad que favorecieron el comercio y el desarrollo portuario.
Esto fue una ventaja que sus habitantes supieron utilizar muy hábilmente para compensar las carencias naturales y de recursos a las que se enfrentaban viviendo en Delos y utilizaron el carácter casi holístico del islote para fomentar el desarrollo económico de la isla.
Hasta los persas en más de una ocasión parece ser que respetaron la sacralidad de la isla y pasaron de largo en sus invasiones por Grecia y en su época de mayor esplendor y gracias a regímenes fiscales especiales se llegaban a vender en Delos miles de esclavos cada día.
Como todo lo humano, nada es eterno y Delos tampoco lo fue. Las vicisitudes de la historia hicieron que Delos cayera en desgracia (la isla fue arrasada en las guerras mitridáticas) y poco a poco se fue abandonado dejando como único testigo de su antiguo lujo y esplendor, un paisaje devastado y en ruinas.
Estuvimos un par de horas recorriendo los impresionantes restos arqueológicos de la isla, que desde el año 1990 son Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La entrada costó unos 12 euros pero bien merece la pena la visita pero eso sí, si una vez allí no te apetece entrar, tampoco te queda otra que pagarlos porque no hay mucho más que hacer en la isla, salvo esperar bajo un tórrido sol sin sombras.
Recuerdo especialmente el enorme anfiteatro y la sala de Baco con un precioso mosaico muy bien conservado en el suelo, así como las increíbles esculturas de leones que rodeaban algunas calles.
Hacía un calor de aúpa y el sol tostaba con una fuerza tal que ya al final agotados, nos refugiamos en la exigua y triste cafetería del complejo, un feo edificio de hormigón, única heredera del pasado comercial de Delos.
En Delos se pasó de comerciar con esclavos a comerciar con souvenirs, con Coca Cola y gominolas.
Visitar lugares como Delos siempre me deja pensativo. Para mí es inevitable una cierta fatídica sensación de irrelevancia de la obra humana. Cualquier cosa que hagamos, cualquier cosa que construyamos acabará inexorablemente siendo pasto de las llamas del tiempo.
Incluso lo poco que queda de Delos acabará siendo devorado y digerido hasta que no quede de las ruinas ni un gramo de arena. El hecho de que yo visite Delos para el conjunto de la memoria del Universo en sí mismo es un acto totalmente insignificante.
Para mí, estos pensamientos casi trágicos, podríamos decir, me dejan embargado de cierta sensación de melancolía y tristeza pero a la vez, al mismo tiempo, me resultan irónicamente liberadores.
Si nada es eterno, si todo es pasajero, no nos queda otra que disfrutar cada día, pues nada importa y sin ser del todo cierto, de alguna manera, esa reflexión a veces me libera, al menos en parte, de gran parte de mi carga vital cotidiana, de mis presiones particulares y me hace bajar a tierra volviendo a tomar cierta perspectiva y darle importancia a lo que verdaderamente la tiene.
Y es que al final, todos, como Delos, acabaremos siendo nada.
Ya decía el gran Omar Khayyam en sus míticas Rubaiyat, de las que me declaro fan:
Cielo, infierno, esperanzas, temores…
¡Bah! Que traigan de beber. Una cosa es cierta:
que la vida va pasando, y el resto vaciedad es.
La flor marchita nunca florecerá de nuevo.
Y también:
Por este destartalado mundo,
cuyas únicas puertas son la noche y el día,
¡qué de altivos sultanes fastuosos y opulentos
pasaron un instante, y luego se marcharon!