Era nuestra primera tarde en Dominica y al cansancio del viaje y de la llegada y a la no siempre sencilla tarea de aclimatamiento a un nuevo país, se sumó la ardua tarea de encontrar un taxi o una forma asequible de movernos por la isla.
Nuestro plan para aquella tarde era simplemente el de relajarnos en las cristalinas aguas de Emerald Pool en pleno interior de Dominica, pero, de entrada, el transporte público de la isla nos pareció un auténtico galimatías de difícil comprensión.
Más tarde descubriríamos que aquellas furgonetas cuya matrícula empezara por H hacen las veces de autobuses urbanos y sin apenas una línea definida o un horario marcado recorren las carreteras de la isla llevando a los pasajeros hasta su destino haciendo paradas sobre la marcha, según las necesidades del momento y de cada uno.
La frecuencia de esas furgonetas durante la semana es alta no habiendo problemas para encontrar modo de transporte (no así los domingos cuando la isla se para y se vuelve muy complicado moverse), simplemente levantando la mano para pedir que te recojan.
Pero claro nosotros no lo sabíamos y todo lo que nos decían en la ineficaz oficina de turismo, en la calle, en las paradas de autobús es que la única forma de llegar a Emerald Pool era coger un taxi y los taxis nos pedían la friolera de 100 dolares para llegar hasta allí, algo que se escapaba completamente de nuestro presupuesto ya no diario, sino casi semanal. El precio nos parecía una locura.
Empezábamos a darnos cuenta justo entonces de que viajar por Dominica no era precisamente lo que se dice barato.
Tras una hora de duras negociaciones (casi discusiones) con los taxistas (tanto que estábamos entrando en una espiral de mal rollo con los locales), decidimos cortar por la tangente e intentar encontrar un bus hacía la más cercana Scott’s Head en el extremo sur de la isla.
Para llegar hasta allí cogimos un autobús por el módico precio de 2 dolares (del Caribe oriental) por cabeza (una tarifa que no llegaba ni a un euro). Los autobuses eran exactamente igual que los taxis (también la matricula de los taxis empezaba por la letra H) y llegamos a Scott’s Head con la extraña sensación de no comprender bien el funcionamiento del transporte o la más inquietante e irritante todavía de que los conductores habían tratado de estafarnos.
Pero la verdad es que una vez con los pies en Scott’s Head se nos quitaron todos los males. Era un lugar increíble.
En la misma punta sur de la isla y apostado y cobijado de las mareas en la fabulosa bahía de la Soufrière, Scotts Head pueblo parecía congelado en el tiempo. Es un tranquilo y adormecido pueblo de pescadores de casas de colores, al borde de una carretera por la que apenas pasaban coches.
Los pocos habitantes de Scotts Head que pudimos ver o bien estaban dormidos echándose la siesta o bien nos miraron con interés pero sin apenas moverse de donde estaban o ni tan siquiera pestañear.
Al fondo se veía una pequeña barquita de pescadores y un grupo de jóvenes se divertían lanzándose al agua, gritando y riéndose sin pudor alguno.
El pueblo era un lugar encantador.
Scott’s Head comparte nombre con un pequeño y elevado trozo de roca que hace las veces de península unida al resto de isla por un pequeño hilo de tierra recorrido éste a su vez por un pequeño camino que llega a lo alto de la montaña, flanqueado el sendero por dos bonitas playas a cada lado del mismo.
Toda la zona es una importante reserva natural, Soufrière Scotts Head Marine Reserve, y el lugar, donde convergen el Mar Caribe y el Océano Atlántico, es un famoso punto de buceo y snorkel lo que ha convertido a Scotts Head y alrededores, merecidamente, en uno de los lugares de la isla más visitados por los turistas.
El nombre de Scott’s Head se debe al coronel George Scott, cuyo papel fue fundamental en la toma británica de la isla a los franceses. El propio Scott se hizo construir un fuerte en lo alto de la montaña dominando el paso, pero hace muchos años ya que el acantilado, sobre el que se edificó, colapsó y de George Scott sólo queda el nombre del lugar y unas pocas ruinas que aún permanecen en pie en lo alto del promotorio.
Nadamos e hicimos snorkel en un lateral del peñón. El mar era de aguas cristalinas transparentes y el fondo marino de una riqueza incomparable lleno de peces de colores, pero, como contrapunto, se hacía difícil caminar debido a que el suelo estaba lleno de piedras y rocas puntiagudas. Dominica no es precisamente famosa por la calidad de sus playas.
El lugar no estaba muy abarrotado, tres jóvenes dominiqueños bebían tranquilamente sentados frente al mar y más tarde llegó una familia numerosa que nos regalaron unas cuantas sonrisas. Uno de ellos se acercó a nosotros y nos preguntó de dónde éramos y estuvimos charlando con él un rato.
Un enorme cartel avisaba sobre los peligros de colocarse debajo de un árbol cuyas hojas y frutos eran venenosos y podían causar problemas simplemente con el roce de la piel. Es el manzanillo de la muerte (Hippomane mancinella). Tocar su tronco ocasiona quemaduras, comer sus frutos la muerte y el humo resultante de quemar la madera es altamente irritante. Si llueve el agua que se escurre a través de sus hojas se torna ácida y es corrosiva. Es más, su polen es caustico y puede provocar eccemas tan solo por colocarse debajo y buscar sombra bajo sus ramas. El propio conquistador Juan Ponce de León murió cuando alcanzó la costa de Florida alcanzado pon una fecha impregnada de la salvia de este árbol y en el pasado, el manzanillo de la muerte se utilizó como instrumento de tortura colocando a los incautos condenados colgados de sus ramas.
Hasta la actualidad, el manzanillo de la muerte ha seguido engrosando la lista de víctimas, causado muertes entre los turistas que se acercan al Caribe e ignoran los peligros de este árbol de inocente apariencia.
En fin, dados los antecedentes, no tentamos a la suerte y ni nos acercamos para constatar si lo que se dice es cierto. Exageración o no, no iba a ser yo quien lo comprobara.
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El sol poco a poco empezaba a languidecer, la tarde había pasado y no habíamos abandonado todavía Scotts Head cuando un hombre alto de color y con un pequeño bigotillo nos abordó directamente cuando caminábamos hacia el pueblo.
Era Larry, el dueño de un operador turístico con el que habíamos contactado antes de llegar a la isla para organizar la excursión al Boiling lake, pero del que no habíamos vuelto a saber nada hacía días.
Alguien le había avisado de que estábamos en Scott’s Head y directamente vino a buscarnos para negociar un precio.
Empezábamos a darnos cuenta de que Dominica no era más que un pueblo, de que no había muchos extranjeros y de que nos iba a resultar bastante complicado, a nosotros, cuatro culos blancos, pasar desapercibidos en la isla.
Larry nos acercó en su coche hasta la parada de bus en Soufrière. En el coche junto con él viajaba un socio suyo de Martinica y la mujer de éste, Dominique. Dominique era una mujer encantadora, de pelo color azabache peinado en pequeñas trenzitas y de una graciosa y amplia sonrisa de oreja a oreja. Estuvimos hablando con ella un buen rato y todos estuvimos de acuerdo en que Dominica era una isla impresionante.
A Dominique nos la volveríamos a encontrar unos cuantos días más adelante, pero eso ya es otra historia que daría lugar perfectamente para otra entrada.
Con Larry, conseguimos llegar a un acuerdo para el trekking pero, lamentablemente, en temas de buceo, Marcos e Inés no consiguieron sacar nada en claro. Tendrían que seguir buscando. Una vez más los precios eran desorbitados.
El viaje de vuelta a Rouseu lo hicimos en un bus local que iba toda pastilla. Yo viajé agarrado al asiento bastante acojonado por la velocidad del conductor y por su forma de coger las curvas, casi abalanzándose sobre los acantilados e invadiendo sin pudor el carril contrario, todo ello al ritmo de la música reaggae que sonaba a todo trapo en la radio del coche.
El paisaje y el atardecer, eso sí, desde la ventanilla de la furgoneta-autobús eran increíbles, alucinantes.
Hubiese sido una bonita vista justo antes de morir, pero afortunadamente para todos, llegamos a la puerta de nuestro Guest House sanos y salvos.
La dueña del hotel y sus hijas estaban en el porche de la casa disfrutando de la noche y nos recibieron con una sonrisa pero, al entrar en nuestra habitación nos llevamos una bonita sorpresa, la habitación de nuestro hotel tenía cucarachas que correteaban a sus anchas por el suelo y en el baño, una estampa de todo menos idílica.
Eso sí, para compensar, las vistas del cielo estrellado desde la terraza de la habitación eran las más increíbles que yo haya visto jamás.
Una vez más, se me volvían a quitar todos los males, así, de un plumazo.