Sus templos, con Angkor Wat a la cabeza, son el impresionante testimonio de un pasado glorioso que parece haberse perdido cientos de años atrás en la selva. Los territorios minados dispersados por todo el país y los campos de exterminio, en cambio, nos recuerdan su trágica historia reciente y son la prueba de que Camboya ha sido escenario de uno de los mayores genocidios de la historia (de mano del terrible regimen de los jemeres rojos con Pol Pot, cuya sóla mención equivale en Camboya a nombrar al mismísimo diablo)
Y es precisamente esta dura historia la que en parte ha hecho de Camboya un país muy pobre. Y las consecuencias de la pobreza son evidentes allí, la prostitución, la explotación infantil, la corrupción, los niños víctimas de las minas antipersona… Todo ello ha removido mi conciencia y me ha horrorizado, pero a la vez, como contrapunto, la amabilidad, la gentileza y la inocente curiosidad de sus gentes me resultarán muy dificiles de olvidar.
Viajar a Camboya todavía tiene algo de aventura y es capaz de provocar y evocar diversas sensaciones. Me ha horripilado y asqueado del mismo modo que un minuto después me ha maravillado. Con lo bueno y lo malo, quienes tengan a bien visitar este pequeño país del sudeste asiático se verán recompensados. Durante mi viaje a Camboya, he descubierto templos increibles cargados de historia aderezados por el colorido de los trajes de los monjes que los pasean tranquilamente, he conocido una cultura y una historia que me era totalmente ajena, he disfrutado de unos paisajes increibles dominados por interminables e hipnóticos campos de arroz y , sobre todo, me he emocionado con la amabilidad y la inocencia de un pueblo increible y acogedor que intenta superar con esperanza los traumas de una guerra terrible que ha dejado el país lleno de cicatrices.