Nuestro taxi ascedió por una empinada y pedregosa carretera para detenerse en el camino solamente para recoger a un joven israelí que salió casi de la nada en una curva y que nos pidió si podíamos llevarle en la misma dirección.
Casi como un auténtico teatro romano de enormes proporciones, los restos arqueologicos de Moray están formados por una serie de terrazas circulares horadadas en la montaña y de aspecto casi misterioso.
Parece ser que en sus tiempos, este lugar debió de ser un centro de experimentación agrícola incaico. Cada terraza, cada círculo parece reproducir unas condiciones climáticas diferentes (en cuanto a humedad y temperatura) y se conoce que los incas utilizaron precisamente este módelo para otras explotaciones agricolas en el resto de la región y del imperio. Se estima que hasta 20 módelos ecológicos diferentes fueron simulados en esta enorme huerta gigante circular.
Hoy por hoy, ya no hay cultivos ni plantaciones. Sólo crece la hierba, de un vivo color verde, pero aún así, Moray impresiona a primer golpe de vista, tanto por las enormes proporciones de las terrazas, como por la hipnótica geometría de la circunferencia, repetida una y otra vez hacía la profundidad del valle.
Me dió que pensar también el alto nivel de sofisticación y de conocimiento al que había llegado la cultura inca, y al grado de dominio y, a la vez, de convivencia con el medio natural en el que habitaban. Algo que ha sido muchas veces desdeñado durante años y siglos por todo Occidente y por los conquistadores españoles que llegaron arrasando con todo tras el «descubrimiento» de América. El fanatismo religioso y la barbarie conquistadora ignoraron gran parte de todo ese conociemiento haciéndole caer en el olvido.
La visita a Moray no es muy larga y hay que pagar entrada, aunque tanto la entrada a Moray como la de las salinas de Maras están incluidas también en el boleto turístico de toda la ciudad de Cuzco.
Tras un buen rato subiendo y bajado y echando unas cuantas fotos, casi sin aliento (la altura seguía haciendo que cada escalón de Moray pareciese la subida a lo alto de una montaña), nos acercamos de vuelta al taxi. Nuestro taxista que ya se había apeado a nuestro compañero de viaje hippie-israelí, había conseguido más pasajeros para aprovechar nuestro último viaje a Ollanta: una familia peruana de seis miembros.
Así que de esta forma, los diez viajamos hacinados en el reducido espacio de un pequeño y destartado taxi rumbo a Ollantaytambo. El padre, la madre y dos hijos viajaron en el maletero, mientras que la hija mayor viajaba delante en el asiento del copiloto con uno de los niños pequeños, lo cual le permitió controlar la radio a su antojo y nos «deleitó» durante todo el camino con una buena selección de reaggeton, cumbia mezclada con rap y títulos de alto nivel como «Comerte a besos».
La verdad es que la familia resultó bastante divertida y alegre y nos amenizó bastante el camino a Ollanta.
Ollantaytambo es un pequeño pueblo situado en el valle Sagrado, famoso también por sus importantes restos arqueológicos provenientes de la época incaica, ya que Ollanta fue un notable centro ceremonial y un punto destacado de resistencia inca a los invasores españoles. Ollantaytambo, en la actualidad, es una pequeña aldea de apenas 700 habitantes, pero que es una llave estratégica para el turismo ya que es precisamente desde Ollanta desde donde parten buena parte de los trenes hacia Aguascalientes, o lo que viene a ser lo mismo, la puerta hacia la fabulosa visita a las ruinas de Machu Picchu.
A pesar del pequeño tamaño de Ollantaytambo, nos encontramos con un enorme atasco para entrar al poblado de Ollanta. Largas colas de camiones y de coches esperaban pacientemente en la carretera de subida a la aldea, algo que ni el mismo taxista se podía llegar a explicar.
Esta claro que Ollanta cuenta con una gran afluencia de turistas y viajeros que vienen a coger el tren, pero… ¿tanta?
Cortamos por lo sano. Nos despedimos de nuestro taxista y nuestros compañeros de viaje y decidimos continuar andando cuesta arriba. Ibamos a llegar antes.
Quince minutos andando y ya en pleno centro de Ollantaytambo encontramos la explicación a tan monumental atasco. Eran las fiestas del pueblo. Ollantaytambo era todo bullicio, gentío y espectáculo: coches pitando en los estrecho callejones, niños corriendo por todas partes, turístas por doquier, gente vestida con trajes regionales, mercados ambulantes vendiendo fruta y, sobre todo, música.
Callejeamos buscando la estación de tren y un buen sitio cercano para comer tranquilos. El día había sido muy largo, estabamos agotados y aunque Ollantaytambo iba mostrando sus encantos (que los tiene y muchos), ya no teníamos ni ojos ni mente para apreciarlos.
Ya teníamos la cabeza puesta en el tren que teníamos que coger y en el siguiente día que nos esperaba recorriendo las impresionantes ruinas de Machu Picchu.