El Parque Nacional de Addo (Addo Elephant National Park) fue la siguiente parada en ruta en nuestro viaje alrededor de la costa oriental de Sudáfrica.
Situado en plena provincia del Cabo Oriental, muy cerca de Port Elisabeth, Addo es uno de los 19 parques nacionales que posee Sudáfrica y el tercero en tamaño después de Kruger y Kgalagadi.
Es mucho menos conocido que Kruger y posiblemente menos impresionante, dicen (no conozco Kruger, yo no podría decirlo de primera mano), pero Addo tiene el honor de ser el único parque del mundo en el que se pueden ver los siete grandes en su hábitat natural: elefante, rinoceronte, león, búfalo, leopardo, ballena y tiburón blanco.
Y todo esto en una región libre de malaria.
Hoy en día, Addo es enorme y tiene una extensión de 1640 kilómetros cuadrados. Fue fundado en el año 1931 con el objetivo de preservar la diezmada población de elefantes que sobrevivía en la región. La iniciativa tuvo éxito y prosperó así que con, el paso del tiempo, el parque fue ampliándose hasta llegar a alcanzar la costa y convertirse también en reserva marina, abarcando de esta forma el parque hasta siete biomas distintos. El valor del Parque Nacional de Addo es, hoy en día, incalculable.
El parque se enfrenta, eso sí, a enormes retos como son, ya no solo la reintroducción en el parque de especies ya extintas en la región, si no también evitar la desaparición de gran parte de la diversidad natural del entorno, tanto animal como vegetal, para lo que la superpoblación del parque y el turismo masificado son dos grandes enemigos.
El interior del parque dispone de cinco sitios principales para acampar. Nosotros nos quedamos en el Addo Rest Camp, que funciona casi como un pequeño pueblo en miniatura en medio del campo, con un centro de acogida de visitantes, un par de tiendas y restaurantes y bastantes bungalows y casitas, de distinta categoría, para alojar a los turistas. Los bungalows están bastante bien integrados en el entorno, de tal forma que, una vez en su interior, da la sensación verdadera de estar en medio de la nada, aunque en el fondo sabes que no es del todo cierto y que cuentas con unos cuantos vecinos a tu alrededor.
Si se visita el parque es importante tener en cuenta las horas de apertura y cierre de las puertas de entrada, sobre todo para evitar cualquier tipo de inconveniente relacionado.
El parque se puede visitar sin guía, pero nosotros contratamos un ranger, que conduciendo un 4×4 nos fue llevando por los sitios más destacados del lugar, que por supuesto y en todo caso, incluían elefantes.
Nuestro ranger vino a recogernos muy temprano en el edificio de recepción del parque. Era un hombre puramente sudafricano, blanco, de esos individuos hechos a la medida del país en el que se había criado.
No íbamos a pasar el día solos con nuestro ranger; nos acompañaban dos parejas, una jovencita pareja australiana bastante sosa y una pareja asiático-sudafricana, muy simpática. Ella estaba embarazada y algo preocupada por los baches del camino.
El tour duraba una sola jornada y nuestro 4×4, que tenía capacidad para llevarnos a los ocho, incluyendo a nuestro ranger, empezó a recorrer la pedregosa y polvorienta carretera de arena que nos llevaría hasta los elefantes. Yo no paraba de sufrir por la mujer embarazada.
El paisaje era llano, extenso y seco. La vegetación estaba compuesta por matorral bajo y algún que otro árbol perdido en el horizonte.
El encuentro con los elefantes fue increíble. Son animales ágiles y pesados, torpes y elegantes, todo al mismo tiempo, y, en todo caso, majestuosos y fascinantes. No era la primera vez que veía un elefante, pero esta segunda vez, igual que la primera, me impresionaron de la misma forma.
Pero aunque son las verdaderas estrellas del lugar, no todo son elefantes en Addo; durante aquella mañana no sólo nos cruzamos con enormes paquidermos. Pudimos ver una amplia gama de fauna local: toda clase de pájaros, hienas, varios tipos de antílopes y búfalos.
Comimos fuera del parque en una granja al puro estilo afrikáner. Nos sirvieron ensalada y un enorme pastel de carne. Stephen nos comentó que el pastel de carne era una comida sudafricana bastante típica. A mi personalmente después de ver tanto animal, parecía que la carne se me atragantaba un poco en la garganta y, por una vez, hubiera agradecido un menú exclusivamente vegetariano. Pero tenía hambre, así que devoré mi comida sin demasiada queja…
La tarde la pasamos en el Scotia Game Drive Park, una reserva privada junto al Addo National Park que se dedicaba al cuidado, protección y reintroducción de animales salvajes en el parque.
La visita la hicimos montados en un enorme vehículo diseñado para el efecto. Nuestro ranger nos aleccionó antes de iniciarla con una serie de estrictas normas de comportamiento con los animales y nos ordenó inexorablemente que no descendiésemos del vehículo bajo ningún concepto.
Durante aquella tarde vimos cebras, un par de enormes hipopótamos, rinocerontes y hasta leones. Los hipopótamos son enormes y uno no puede confiarse de su apariencia tranquila, ya que son animales bastante peligrosos y que causan más muertes al año en África que los propios leones. Lo que más me gustó fueron las jirafas, animales casi imaginarios e irreales, con sus enormes e imposibles cuellos alzándose y desafiando la gravedad.
Me resultaba curioso que allí, en esta reserva, los animales daban la sensación de estar en una especie de semilibertad controlada, un estado semisalvaje, donde los grandes depredadores estaban físicamente separados de los pobres herbívoros para evitar su esquilma.
No pude evitar que el lugar me decepciara un poco. Supongo que el Scotia Game Drive estaba a años luz de los grandes parques de Kenia o Tanzania o el propio Kruger. Las instalaciones daban la impresión de ser casi un zoológico de grandes proporciones.
Nuestro ranger, durante aquella tarde, ya se soltó definitivamente y no paró de hacer chistes sobre Sudáfrica y Zuma, (estaba claro que no era votante del ANC), comparándolo con un hiena y cotilleando sobre su enorme número de mujeres. Nos regaló con unos cuantos chascarrillos que a Stephen pareció hacerles bastante gracia.
La jornada terminó en una cena junto al fuego en un centro de recepción de visitantes donde nos sirvieron una comida típicamente sudafricana. Más carnaza, claro. Mientras comía la imagen de los leones devorando la carne con la que los alimentaban y los trozos de cebra muerta tirados en el suelo no paraban de rondarme la cabeza.
Aún así, la comida estaba buena, no le hice ascos y, además, la cena fue una buena ocasión para hablar con nuestros compañeros de viaje de aquel día.
La pareja sudafricana resultó bastante conversadora. Parecían bastante interesados en Stephen, sudafricano emigrado viviendo en Europa, pero al final la charla derivó y acabamos hablando, como no, sobre el tema de la seguridad en el país. “Algo a lo que te acostumbras”-nos comentó ella.
“Lo mejor de vivir en Sudáfrica es la libertad”-sentenció su marido orgulloso. Aunque no entendí muy bien a que clase de libertad se refería. Si a la de los animales salvajes del Scotia Game Drive viviendo en jaulas de enormes proporciones pero jaulas al fin y al cabo o en su propia libertad, la de los sudafricanos, confinados a vivir en jaulas de oro para defenderse de la delincuencia en alza.