El intenso periodo colonial seguido de cuarenta años de férrea dictadura militar que han mantenido al país totalmente aislado de la comunidad internacional han marcado, sin duda, el carácter de la sociedad birmana, uno de los países más ricos del mundo en cuanto a diversidad cultural y natural pero también uno de los más pobres del continente en cuanto al nivel de vida de sus habitantes se refiere.
Con todo esto, es normal que Birmania se haya ganado la fama de «paraiso» para mochileros alternativos y «pseudo-exploradores» del siglo XXI cansados de las transitadas y explotadas rutas por Tailandia o Vietnam al representar el lado más auténtico y tradicional del continente asiático.
Hoy por hoy, la reciente apertura democrática en falso y por la mínima ofrecida por la dictadura militar y la ingente entrada de capital chino atraidos por los incontables recursos naturales del país parece que han vuelto a poner a Myanmar en el mapa político mundial y empiezan a operar cambios notables en el país. Bancos y móviles empiezan a proliferar como setas en otoño y el turismo aunque parte mínima del PIB actual del país (únicamente un 0,7%) esta subiendo año por año como la espuma.
Dejando a un lado los esteriotipos, la verdad es que Birmania era para mí desde hace mucho tiempo una verdadera cuenta pendiente. El país siempre había despertado en mí cierta sensación de intriga y el viaje eternamente pospuesto se fue postergando en el tiempo hasta este mismo verano. No sin cierto sentimiento de culpa (debido al cargo de conciencia que suponía viajar y sostener con mi dinero un gobierno que mantiene oprimido a su pueblo y que realiza políticas practicamente de exterminio de determinadas etnias minoritarias) aunque conscientes también del gran poder transformador y de apertura política que puede llegar a tener el turismo extranjero, nos compramos los billetes a Bangkok desde donde volaríamos rumbo a Mandalay, la antigua capital de la realeza birmana y segunda ciudad del país. Llegamos un día más tarde de lo esperado, retraso patrocinado por British Airways.
Tras recorrer los alrededores de la ciudad, entre ellos Amarapurna y su puente de teca, él más largo del mundo, cogimos un autobus a Bagan, en plena meseta. Bagan también fue capital del país en el pasado y hoy es uno de los centros arqueológicos más importantes de Asia. Durante varios días nos dedicamos a recorrer sus más de 3000 templos.
Durante el trekking, tomamos contacto con varias etnias minoritarias del país y con la vida tradicional de sus pueblos, aislados en las montañas, sin apenas agua corriente ni electricidad. Fue sin duda una experiencia inolvidable y una buena forma de vivir la Birmania más rural y tomarle el pulso al corazón agrario del país y sus maravillosas gentes.
Una vez en el brumoso lago Inle, además de descansar, recuperarnos del trekking y soportar lluvias torrenciales, nos dedicamos durante varios días a explorar el lago y sus alrededores y conocimos así la vida de sus habitantes entorno al agua.
Desde Inle, en un lujoso bus nocturno viajamos a Yangon, la antigua capital administrativa y ciudad más importante en terminos económicos del país. En Yangon, nos maravillamos ante la inmensa pagoda Shwedagon, pero tampoco pasamos demasiado tiempo en la caótica urbe ya que enseguida viajamos a Mawlamyne en el estado de Mon, la decadente antigua capital colonial británica, en el lluvioso sudeste del país, ciudad donde vivió el gran escritor George Orwell y que inspiró a Kipling en sus poemas sobre Birmania.
Cinco horas de barco a través del río Thanlyin fue lo que tuvimos que recorrer para llegar a Hpaan desde Mawlamyne. Hpaan es una ciudad pequeña y tranquila pero sus alrededores son increibles, plagados de templos y cuevas llenas de Budas de piedra.
Nuestra última parada antes de regresar a Yangon fue Kyaikito, donde se encuentra la surrealista Roca Dorada, el mayor templo sagrado para los birmanos, un sacro lugar de peregrinación que todos los budistas del país sueñan con visitar al menos una vez en vida.
Fueron tres semanas increibles donde descubrimos un país sorprendente e intenso en el que, por encima de sus gobernantes, habita un pueblo hospitalario y amable que finalmente constituye el verdadero motivo por el que realmente merece la pena visitar el país. El corazón de Birmania late con fuerza al sol de las sonrisas de sus gentes y del dorado de sus templos.