Una vez realizadas todas las gestiones y presentada la documentación, los tres nos montamos en el coche (que era bastante pequeño, por cierto) y con St. al volante nos lanzamos a las carreteras de Johannesburgo.
El día era seco y soleado. Una fría mañana de invierno. Desde la ventanilla del coche, se desplegaba ante nosotros una moderna autopista, mucho tráfico rodado, naves industriales y algún que otro rascacielos que se empezaba a dibujar en el horizonte. Por fin estabamos ahí. En la inmensa megaurbe de Johannesburgo.
Johannesburgo no es la capital de Sudáfrica, (de hecho, Sudáfrica tiene tres capitales y ninguna de ellas es Johannesburgo), pero si que es el corazón económico y la urbe más poblada del país (y la tercera del continente) y en su periferia fue donde se gestaron los grandes movimientos políticos anti-apartheid que a la postre han cambiado el curso de la nación para siempre.
Al valor histórico y político de la ciudad hay que sumarle el hecho de que es precisamente en Johannesburgo donde comenzó a emerger la nueva pujante clase media negra que ha acabado por asentar las bases de la revolución política vivida a principios de los 90.
Lamentablemente esa revolución y transformación política y social no se ha significado todo lo que debería en la mejora de las condiciones de vida de muchos de sus ciudadanos. Hoy por hoy, Johannesburgo es el escenario de enormes diferencias sociales. Ese gran contraste entre pobreza y riqueza es evidente y te explota en la cara nada más llegar, pero, al mismo tiempo y curiosamente, pasados los días resulta bastante fácil de esquivar, incluso de olvidar, matando el tiempo cobijado en los centros comerciales, llenos de tiendas de marca y modernos restaurantes. Se interpone como si dijeramos una barrera entre clases, que a mi como extranjero me resultó muy difícil de traspasar, casi imposible, por mucho que me empeñase en ello durante mi tiempo de estancia allí. Es complicado escapar de la jaula de oro y lanzarse a conocer la otra Sudáfrica, la que se ve desde la ventanilla del coche,a lo lejos en el horizonte, desde la seguridad de la velocidad de la autopista.
Y es que Johannesburgo, conocida familiarmente por sus habitantes como Joburg o Jozi, es una ciudad muy peligrosa, con algunos de los niveles de delincuencia más altos del planeta, lo que hace que precisamente Johannesburgo no sea una ciudad demasiado apreciada, especialmente entre la población blanca y es un factor más que alimenta aún si cabe el clima de desconfianza entre comunidades y cimenta las bases de ese muro invisible del que hablaba antes.
Mi amigo St. estaba nervioso aquel día. Era su reencuentro con Johannesburgo después de hacía cinco años y toda la responsabilidad caía en sus manos. Él era aquel día nuestro guía y nuestro chofer.
A medida que nos acercabamos a la ciudad, el tráfico cada vez era más denso e intenso. En cada semáforo, en cada parada en la autopista, podíamos ver mendigos y pobres vagando entre los coches, vendiendo algo (con suerte) mientras otros simplemente portaban carteles anunciando su muerte inminente. Una chica se acercó a nuestro coche y nos mostró un letrero. No debía de tener ni 18 años. Estoy enferma de VIH y tengo hambre, se podía leer en inglés en letras grabadas en un rojo chillón dificil de no ver.
Llegamos finalmente a nuestro hotel. En realidad dormíamos en un Bed & Breakfast situado en Greenside, uno de los barrios más pudientes de la ciudad. El hostal, bautizado con un pretencioso nombre, le Chateau de Carolle, estaba pertrechado tras unos enormes muros enrejados, del mismo modo que lo estaban todos las viviendas del vecindario. Sin duda, el inmueble estaba dotado con unas buenas medidas de seguridad, tan tranquilizadoras como inquietantes al mismo tiempo. Carolle, la propietaria, era una mujer de muy buen ver, muy arreglada, que ya hacía bastante tiempo que había pasado los cuarenta y que lucía un estilo muy a lo Jane Fonda pija.
La casa estaba decorada hasta el más mínimo detalle y nuestra habitación era enorme, Rh, el mejor amigo de St., nos había reservado la habitación y se había asegurado de que estuviésemos cómodos en la ciudad durante nuestra estancia allí. Lo mejor era que la habitación era bastante asequible de precio.
Carolle nos enseñó el lugar, bastante orgullosa de su pequeño castillo y nos preguntó si era la primera vez que visitábamos Sudáfrica. Yo le comenté que era la segunda vez que viajaba al país. Y tras resumirle los sitios donde había estado previamente y donde teníamos pensado ir esta vez, Carolle me preguntó que es lo que yo opinaba sobre Sudáfrica.
«Tenéis un país muy bonito»-le dije, buscando un poco empatizar con ella-«Tenía muchas ganas de conocer Johannesburgo»
Carolle me respondió con una sonrisa no falta de cierta ironía:
«Bueno, es un país muy interesante, si…»
Rh., el amigo de St., muy amablemente vino a recogernos en su flamante coche. Así St. pudo relegar de sus funciones de guía y chofer durante toda la tarde y simplemente relajarse.
Lo cierto es que nos pasamos la tarde en dos centro comerciales. Es curioso llegar a una ciudad y que un local lo primero que quiera enseñarte sea precisamente tiendas y centros comerciales. Empezaba a ser consciente de lo que me iba a costar atravesar la línea fina que aísla y protege a la sociedad del bienestar en Sudáfrica y lo que me iba a costar salir del ghetto blanco y asomarme aunque sea mínimamente a otras realidades diferentes de aquella.
En primer lugar, fuimos a la plaza de Nelson Mandela y al centro comercial que la cerca. La plaza no deja de ser parte del propio centro comercial y se encuentra bien provista de restaurantes y cafeterías donde poder comer o tomarse algo. La plaza no tenía nada de especial y sólo la recordaré por aquella enorme estatua de bronce imitando la sonriente imagen de un Nelson Mandela encanecido invitando a los paseantes a entrar al centro comercial a realizar sus compras. Ser premio Nobel de la Paz para esto, pensé.
De parking a parking, después fuimos a un centro comercial-casino, al Casino Montecasino (todo muy redundante), un enorme complejo con tiendas, restaurantes y máquinas tragaperras que imitaba una enorme villa italiana todo bajo un enorme techo pintado evocando el intenso cielo azul de la Toscana. Toda la villa era un fake cutre y pretencioso. El lugar era bastante grotesco y una vez más los sudafricanos mostraban su lado más hortera en su inspirada fascinación por lo europeo. St. Rh y MDL se jugaron unos cuantos rands mientras yo observaba como un montón de señoras cincuentonas, todas unidas, negras y blancas, (el juego en Sudáfrica no parecía racista) , se viciaban a las máquinas tragaperras, absortas en las luces parpadeantes, con caras sombrías y miradas tristes.
Me fuí a dormir aquella noche con un cierto carraspeo de indignación y con la esperanza de que el día siguiente fuese un poquito más interesante.
Nos acostamos pronto, así que también nos levantamos temprano. Rh y St. nos habían prometido que nos iban a llevar a conocer el centro de la ciudad, aunque según ellos, no era un lugar muy recomendable pues todo el distrito centro estaba muy degradado y era un lugar lleno de delincuencia.
Nuestra primera parada fue para el desayuno en el distrito de Maboneng, en pleno centro urbano de Johannesburgo. Maboneng es uno de esos distritos que representan la regeneración de la ciudad de Johannesburgo y encarnan quizás el espíritu de la nueva Sudáfrica. Cuando en el año 1994, Nelson Mandela llevó al ANC a ganar las primeras elecciones democráticas del país, una oleada de crimen y delincuencia asoló el distrito centro y todos los negocios y empresas se mudaron a los relativamente más seguros barrios residenciales del norte de la ciudad, como Greenside, donde nos alojábamos nosotros. Maboneng como todo el centro se convirtió así casi en una zona vetada, en una ciudad fantasma, con edificios de ladrillo rojo abandonados, naves industriales dejadas a su suerte y calles muy peligrosas incluso a plena luz del día.
Fué allá en el año 1999 cuando comerciantes y propietarios del barrio se asociaron para atraer profesionales, artistas y creativos a esta parte de la ciudad y no sólo revitalizar el área, si no también alejar viejos demonios en la mente de los habitantes de Johannesburgo sobre lo que suponía el centro de la ciudad.
En un sólo paseo por Maboneng, a la vista está que en parte lo han conseguido. Galerías de arte y elegantes tiendas de ropa se alternan con modernas cafeterías y restaurantes preparados para recibir a jovenes modernos y turistas deseosos de sofisticación africana. Rh. nos contó que incluso una amiga suya se había mudado a uno de los apartamentos que habían puesto en alquiler en una de las naves industriales transformadas en viviendas, aunque él matizó que no entendía muy bien que interés podía ver ella a vivir en el downtown de la ciudad ahora mismo.
Lo cierto es que en parte Maboneng daba la imagen de estar todavía a medio hacer y no se si fue la paranoia en la que estaban instalados Rh y St. (y que en parte nos contagiaban) pero no acabábamos de estar completamente cómodos. Ellos mismos nos advirtieron que hoy por hoy sólo era seguro andar por determinadas calles del distrito y que no era conveniente alejarse demasiado.
De Maboneng, St. nos condujo hasta Constitution Hill. De camino, el centro de Johannesburgo se mostraba sin pudor. Actividad frenética, coches, comercios, gente yendo y viniendo. Todos negros. Parecía que la población blanca había abandonado el downtown de Johannesburgo.
St y Rh no nos dejaron bajar del coche. Tengo que confesar, que aunque agradecido por las atenciones prestadas, la actitud de St. y Rh comenzaba a molestarme un poquito. El desprecio absoluto hacía la población negra y los logros del país resultaba bastante irritante a veces y aunque yo intentaba mantener la mente abierta y comprender su actitud, la verdad es que se me hacía bastante difícil a veces.
Contitution Hill en la actualidad es la sede de la Corte Constitucional del país, pero en el pasado el recinto fue una prisión, construida durante las guerras anglo-boer a finales del siglo XIX. El lugar está lleno de historia y dos premios Nobel como Mahatma Ghandi y el propio Nelson Mandela fueron prisioneros políticos en el antiguo fuerte en una de las secciones de la prisión, lo cual hoy en día resulta casi irónicamente un honor.
No nos detuvimos demasiado en Constitution Hill, pasamos con el coche, nos bajamos menos de cinco minutos, nos dimos una vuelta por los deshabitados alrededores, no demasiado interesantes, todo hay que decirlo y nos volvimos a montar al coche para continuar ruta rumbo a nuestra próxima parada: El Apartheid Museum. Todo el día estaba siendo así, una especie de gymkana en la que planeabamos sobre la ciudad sin acabar de aterrizar en ningún sitio.
Para llegar al museo teníamos que pasar por Midtown. Rh. y St. nos dieron una vuelta con el coche por el barrio, sin dejarnos descender del vehículo tampoco. Midtown es otro de esos distritos en plena renovación y reinvención en la actualidad, hogar de parte de la clase media negra de la ciudad.
Casas bajas, viviendas unifamiliares y calles vacías que aquí tomaban los nombres de grandes activistas antiapartheid, como el malogrado Steve Biko o que hacían referencia a otras áreas de la ciudad, como el propio township de Alexandra, una de las zonas más deprimidas de todo Johannesburgo.
Lo cierto es que St. y Rh no nos dejaron ni poner un pié en el suelo y de nuevo un hálito de indignación recorrió la parte trasera del coche. ¿La peligrosidad realmente era para tanto? ¿era paranoia fruto del racismo o la desconfianza o una realidad fehaciente y sin discursión?
Salimos de Midtown cruzando el puente de Nelson Mandela, un enorme puente bautizado con el nombre del gran padre de la patria sudafricana. Bajo la protección de sus pilares, cientos de personas desheredadas se agolpaban viviendo en la miseria: chabolas, solares abandonados, edificios a medio contruir ya abandonados… De nuevo Johannesburgo torcía el gesto y nos mostraba su cara menos amable dando quizás respuesta a mi pregunta retórica de antes.
Rh. nos condujo al Museo del Apartheid, uno de los puntos más emblemáticos de la ciudad en la actualidad y quizás una buena forma de repasar la tumultuosa y sangrienta historia del país, desde la llegada de los primeros colonos holandeses a Ciudad del Cabo, hasta la actualidad pasando por el ascenso y caída del regimen del apartheid.
Lógicamente, la estrella del museo es el propio Nelson Mandela, eregido como auténtico padre de la nueva patria sudafricana y que se convierte en auténtico motor central de parte de la exposición.
El museo es efectista (con entradas separadas para cada raza la cual era asignada de forma virtual y arbitriaria a cada visitante mediante una tarjetita) pero muy interesante y ameno. Merece la pena la visita para poder vislumbrar aunque sea ligeramente lo que supusieron los años de apartheid para la comunidad negra y los agitados años noventa que significaron la ruptura y fin del Apartheid marcados también por las tensiones raciales entre comunidades y la violencia racista.
La actitud de Rh. y St. era casi de mofa, riéndose y burlándose de la figura de Nelson Mandela, ridiculizándola y aunque yo tenía la mente abierta y estaba dispuesto a escuchar su punto de vista, se me hacía completamente imposible entender cualquier razonamiento que supusiese un apoyo a la antigua Unión Sudafricana dominada por la supremacía blanca. Estaba claro que para Rh. y St. el resentimiento y el recelo no era una cosa del pasado. Las rencillas para ellos aún seguían vivas y me costaba mucho discernir si su humor negro (si me permitís la expresion…) era un mecanismo de autodefensa o un reflejo de su forma real de pensar.
Acabamos el día en otro centro comercial-casino, cercano al museo y al parque de atracciones del Gold Reef. St. Rh y MLD se jugaron unos cuantos rands más al abrigo del enorme recinto. Mientras tanto, igual que el día anterior en Montecasino yo observaba a las mujeres (blancas y negras) de caras largas y tristes hechizadas por las luces de las maquinas tragaperras devorando su tiempo a la misma velocidad que su dinero.
Después de comer algo nos tomamos un café en una cafetería del recinto mientras charlabamos e intercambiabamos opiniones sobre el museo y la historia del país. No acababamos de entender la postura de St y Rh. MLD y yo teníamos visiones diametralmente opuestas sobre la historia de Sudáfrica, el propio museo del Apartheid, el racismo y los derechos humanos. Como no nos poníamos de acuerdo y la conversación se acaloraba, decidimos volver al coche y dar por terminada la jornada. Fué ya cuando nos levantabamos cuando Rh me contó un chiste que escucharía más tarde varias veces durante mi estancia en el país:
«¿sabes cual es la diferencia entre un turista y un racista?»-me preguntó.
«¿cuál?-le contesté.
«Dos meses en Sudáfrica»-y Rh. se echó a reir a carcajadas secundado por St.
A mi el chiste no me hizo demasiada gracia y mientras me comía mi rabia y mi indignación rumiándolas en mi cabeza, callando mis palabras por no continuar la polémica y agriar el ambiente, , volvía a contemplar desde la ventanilla del coche aquellos vagabundos entre el tráfico, en las cunetas de la carretera, desheredados de la Sudáfrica postapartheid, la otra cara de la nación arco-iris.
Parados en un semáforo, desde la ventanilla trasera del coche, pude ver como en una parada de autobús aparecía escrito en una pared un graffitti que decía: «everything is gonna be alright (todo va a salir bien)».
Curiosamente era el mismo semáforo donde nos habíamos parado el día anterior cuando llegamos a Johannesburgo. Unos metros más allá estaba la misma niña portando el mismo cartel que anunciaba su VIH, su hambre y sus miserias. Lenta y tímidamente se acercó a nuestro coche, se pegó al cristal de la ventanilla y nos enseño otra vez su historia resumida en una sola frase. Durante unos segundos todos permanecimos en silencio, solo roto por el click del seguro de las puertas del coche activado por Rh. Yo bajé la cabeza incapaz de mirar a la chica a los ojos.
En un instante y de repente, el chiste de Rh todavía me hacía menos gracia.