De Bagan a Kalaw: adentrándonos en el estado de Shan

El viaje de Bagan a la pequeña localidad de Kalaw fue memorable, como todos los viajes en Myanmar.

El trayecto lo hicimos en un destartalado y viejo autobús que había vivido tiempos mejores. El billete nos costó unos 11 dolares, bastante caro, considerando el poder adquisitivo local y las condiciones en las que se encontraba el vehículo. Según la agencia que nos había vendido el billete en Bagan, el viaje duraría unas siete horas. Kalaw no era más que una pequeña aldea perdida en el corazón del estado de Shan en el este del país, en medio de las montañas, las carreteras no eran buenas y el viaje prometía alargarse bastante. Viajábamos allí porque Kalaw iba a ser el comienzo de un trekking de dos días descendiendo las montañas para llegar hasta el turístico y brumoso lago Inle, a unos 30 kilómetros de distancia de Kalaw.

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El bus iba atestado de gente. Turistas y birmanos se entremezclaban configurando un pasaje bipolar. Varios pasajeros viajaban sentados en taburetes en el pasillo del autobús, entre ellos un arrugado anciano que llevaba un niño de 4 años en su regazo. Cómodos no debían viajar precisamente, no.

Fue durante este viaje en bus que conocimos a Nicolás y Magdalena, una divertida y joven pareja chilena que estaba dando la vuelta al mundo (llevaban ya varios meses de viaje) y que estaban adentrándose ahora en tierras birmanas. No lo sabíamos entonces, pero Nicolás y Magdalena nos acompañarían durante gran parte de nuestro viaje siendo unos compañeros de ruta fabulosos. Fue uno de esos encuentros inolvidables y casuales que llegan casi sin darte cuenta.

A medida que la serpenteante y estrecha carretera avanzaba, el paisaje era cada vez más montañoso. Lejos quedaba la interminable y seca llanura que dominaba el Alta Birmania. Con cada kilómetro, el entorno ganaba en espectacularidad. A través de la ventanilla el escenario era soberbio: una selva frondosa, verde y misteriosa se abría ante nuestros ojos, sólo roto el misterio insondable de la jungla por alguna que otra granja, pequeños arrozales esparcidos por el accidentado terreno y los grandes bananeros que circundaban de vez en cuando la calzada .

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El rastro humano se dejaba notar pero mucho menos que en Bagan. Aquí además las casas eran mucho más humildes que allá abajo. Construidas en madera, las casas no eran más que endebles chamizos mojados en medio de la selva.

La temperatura caía en picado a medida que subíamos y el sol había dado paso a una fina lluvia, constante y casi invisible, que embarraba la carretera llena de curvas haciendo cada vez más difícil la conducción. Con cada curva, yo contenía el aliento y el pasaje se inclinaba por la inercia del camino casi sin inmutarse. El escaso tráfico en el sentido contrario hacía que nuestro autobús de tanto en cuanto se arrimara peligrosamente al borde de la calzada y yo hipnotizado no podía parar de contemplar el paisaje, separado de él solamente por el sucio cristal de la ventanilla mojada.

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Había algo de aventura en aquel viaje y yo sentí que una extraña sensación me embargaba, como un cosquilleo en los pies y unas mariposas revoloteando en el estómago. Nos estábamos adentrando en tierras desconocidas para nuestros ojos y para nuestros pies. No podía evitar sentirme emocionado en aquel momento. Tenía el espíritu muy arriba. Casi volaba. No se, pero quizás sea por momentos como éste que me gusta tanto viajar.

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