Puntualmente, a las ocho de la mañana ya estábamos todos en la cafetería del hostal preparados para desayunar. A las ocho y media vendría a recogernos Fernando (obviamente ése no es su nombre auténtico) en su coche para llevarnos al punto donde comenzaríamos la primera jornada de trekking.
Los chilenos Magdalena y Nico, nuestros nuevos compañeros de viaje y amigos que habíamos conocido en el bus desde Bagan a Kalaw, parecían bastante amigables y conversadores y resultaron ser una compañía agradable, divertida y estimulante.
Después de haber estado viviendo cerca de un año en Australia, la pareja se estaba dedicando a recorrer el mundo para acabar su vuelta al globo dentro de unos meses en su Chile natal, donde asentarían por fin la cabeza, o, al menos, ésa era su intención.
Sin mucho retraso, Fernando apareció en la puerta de nuestro hotel y nos condujo fuera de Kalaw, durante 20 kilómetros de una carretera llena de baches. Normalmente, quienes visitan Kalaw y se lanzan al trekking hasta el lago Inle pueden escoger entre rutas de 3 días y de 2 días. La única diferencia entre las dos es que la ruta de dos días se salta quizás la parte más dura del trayecto, pero por lo que dicen, también una de las más espectaculares. Nosotros no nos veíamos lo suficientemente fuertes como para dedicarle tres días completos al trekking y andábamos algo escasos de tiempo, con lo cual optamos por la segunda opción, la versión abreviada.
Esos 20 kilómetros, por tanto, nos dejaban, más o menos, en el punto donde los mochileros más aventureros comenzaban su segunda jornada de trekking.
Fernando era un tipo majo de sonrisa fácil y abierta, muy moreno y bajito. Lucía unos dientes blancos y relucientes, lo cual en Myanmar no es poca cosa. M;uchos birmanos tienen los dientes negros por culpa del betel, la fruta que mezclada con tabaco mastican continuamente, una práctica que resulta visualmente bastante desagradable y antiestética. El hecho de que Fernando no tomase betel ya decía bastante de él.
Cuando nos bajamos del coche empezó a llover sin piedad y todos nosotros nos pusimos los chubasqueros cutres que nos habíamos comprado el día anterior en Kalaw. A nuestro alrededor había un pequeño pueblecillo, un camino de tierra y enormes extensiones de cultivos.
Empezamos a andar y Fernando, que parecía bastante acostumbrado a convivir con la lluvia, nos iba citando los nombres de los distintos cultivos que nos íbamos encontrando: arroz, berenjena, col, chile… Nosotros, intimidados por la lluvia, le escuchábamos con atención y mostrábamos sincero interés por sus lecciones de agricultura.
Myanmar continúa siendo un país fundamentalmente agrario. Es la principal actividad económica del país y abarca el 40% de su Producto Interior Bruto, ocupando a cerca de dos tercios de la población activa. La importancia del campo, como os podéis imaginar, es vital y la influencia que la vida agraria, muy poco modernizada todavía, ha tenido y tiene en la cultura tradicional birmana es más que remarcable.
Atravesamos verdes campos, cuidadas huertas y a medida que avanzábamos el camino se estrechaba y se embarraba cada vez más. El primer gran obstáculo del día fue atravesar un pequeño río, que crecido por las fuertes llueves, discurría con fuerza rompiendo nuestro camino.
No había otra forma de continuar y la única opción que teníamos para continuar avanzando era atravesarlo. Fernando nos pidió que nos descalzásemos, que nos arremangáramos los pantalones y que siguiendo exactamente sus pasos y con su ayuda cruzásemos el río andando.
Yo personalmente estaba preocupado por las heridas abiertas de mis pies y mis piernas, resultado del accidente de bicicleta que había sufrido hacía dos días. La herida parecía estar algo infectada y dudaba mucho que el agua marrón y brava del río fuese precisamente un bálsamo curativo.
Uno a uno fuimos pasando al río, con bastantes aspavientos y griterío. Una vez en el agua, la corriente era más fuerte de lo que parecía y mis piernas desnudas notaban el paso de tierra y las ramas que viajaban a toda velocidad por el lecho del río arrastradas por la fuerza del agua.
Una vez que todos habíamos cruzado el río, Fernando nos pidió que revisásemos nuestras piernas y pies para comprobar que no tuviésemos ninguna sanguijuela enganchada.
“¡Sanguijuelas!”-exclamamos todos al unísono. En ningún momento, se nos pasó por la cabeza que el agua tuviese sanguijuelas. Yo tenía tres y una bastante gorda en el zapato, lo cual me dio bastante asco, pero afortunadamente ninguna se había enganchado todavía. Sólo se revolvían y retorcían atraídas por el olor de mi sangre. No había sido el único que había caído víctima de estos asquerosos chupasangres. Fueron bastante democráticas y todos encontramos alguna que otra sanguijuela retozando entre nuestros pies.
Viajábamos en monzones y estaba lloviendo bastante. Pero, como es bastante típico por estos lares, cuando parecía que estaba cayendo toda el agua del universo sobre nuestras cabezas, de repente y de un momento a otro, paró de llover, salió el sol y el calor comenzó a golpear sin piedad y empezamos a sudar y a resoplar.
Con las mismas, seguimos andando, atravesando arrozales, maizales, campos de cultivo, custodiados por sus humildes agricultores, agachados afanados en la tierra, solo visibles por sus enormes sombreros de paja.
A mitad de camino, paramos a tomar té en un pequeño pueblecito. Una buena señora de bastante edad tejía muy concentrada en un telar. Nos recibió con una tímida sonrisa y continuó tranquilamente con su labor mientras canturreaba una sencilla canción. Varios niños se nos acercaron y nos miraron curiosos.
Llevábamos varios bolígrafos encima y le preguntamos a Fernando si era buena idea repartirlos entre los niños del pueblo. Fernando nos dijo que era bastante mejor dárselos a la profesora del colegio del pueblo que ella los repartiría entre los niños que más lo necesitasen y aprovechó la ocasión para quitarnos de la cabeza la idea de dar cualquier tipo de limosna a los locales.
Era mejor que no diésemos nada para evitar establecer vínculos tóxicos y relaciones de dependencia de los locales para con el turismo, lo cual no ayudaba para nada al desarrollo social y económico real de la región. Si queríamos colaborar, lo mejor era donar dinero a alguna ONG u organización local que trabajase en el área y diese al dinero una utilidad en el marco de un plan de desarrollo bien establecido.
Así que sin más, nos despedimos de aquella buena señora que nos respondió con otra tímida sonrisa, igual que a nuestra llegada, justo antes de volver a bajar la cabeza y enfrascarse en su trabajo del telar.
Comimos en la casa de una humilde familia local. Junto con nosotros y con Fernando, viajaba un cocinero, también muy sonriente, que siempre se nos adelantaba y nos esperaba con la comida recién hecha en algún lugar predeterminado pactado con las autoridades locales.
Como no, aquel día comimos noodles con huevo y un delicioso mango de postre (en mi vida he vuelto a comer mangos tan sabrosos como los que devoré en aquel viaje en Birmania).
La casa familiar era una edificación de bambú muy sencilla y humilde y un ejemplo de la construcción típica de la región. En la planta baja, entre los pilares de madera, estaba la cocina y una especie de “garaje” o almacén. Desde fuera, unas escaleras ascendentes llevaban al piso superior, donde estaba el salón-comedor-dormitorio donde comimos.
En el salón, se exhibían orgullosas varias fotos familiares, donde podíamos ver el paso de niña a mujer de una de las hijas pasando por su graduación y su maternidad. Era entrañable aquel salón, decorado con todo el amor y las posibilidades a las que aquella familia podía alcanzar. Era simplemente sencillo y acogedor.
Descansamos y dormimos la siesta aprovechando las horas centrales del día en las que el calor, a pesar de la intermitente lluvia, apretaba con fuerza.
Tras el reparador descanso, una vez abajo, pudimos conversar durante un buen rato con la matriarca de la familia. Una mujer de 63 años, con 3 hijos y 6 nietos.
Fernando hacía de traductor y Nicolás, muy insistente, la felicitó por su gran familia. A lo que Fernando nos comentó que evitásemos el tema ya que para ella era algo casi vergonzoso porque para los estándares birmanos, aquella era una familia muy pequeña y no era algo de lo que enorgullecerse o de lo que le apeteciese hablar.
A nuestro alrededor mientras tanto, uno de los nietos, el hijo de la niña graduada de las fotos, jugaba con una pistola de madera. Los abuelos se quedaban cuidando de los niños, mientras su madre, ahora profesora del pueblo, trabajaba. Al final da igual Birmania o España, los abuelos son los que se comen el marrón de los nietos mientras los hijos se ganan el pan.
Nos despedimos de aquella buena mujer y de sus nietos y continuamos andando.
Antes de abandonar el pueblo, hicimos una breve parada en una casa cercana donde unas chicas, unas crías en realidad, se dedicaban muy concentradas a la labor de limpiar los cacahuetes recién sacados del huerto. Parecía un trabajo manual, tedioso, mecánico y duro y el hecho de poder contemplarlo ahí de primera mano me ha hecho valorar mucho más los cacahuetes sabiendo todo el curro que llevan por detrás.
Cuando salíamos de aquella aldea, un anciano hombre salió a nuestro paso, se acercó a mí y me tocó la barba, como si fuese algo increíble, tras lo cual se echó a reír a carcajadas. Los birmanos son bastante barbilampiños, la verdad. Lo de dejarse barba no es su fuerte.
Los vecinos de pueblo salían a nuestro paso y nos saludaban al ritmo de sus sonrisas mientras se despedía de nosotros moviendo sus manos.
Abandonamos el pueblo y el paisaje se tornó espectacular. La tarde se mostraba ahora en todo su esplendor y el verde de los arrozales brillaba bajo la luz más apagada del sol vespertino. Todos estábamos maravillados por aquel entorno natural tan increíble.
Era ya bastante tarde cuando finalmente llegamos a la aldea y a la casa donde pasaríamos la noche. La familia que nos acogería esta vez sí que era grande, no cabía duda: 6 hijos y un incontable número de nietos. Casi ninguno de los miembros de aquella familia hablaba ni birmano así que ni tan si quiera nuestros mingalaba o las cuatro palabras que componían nuestro pobre birmano iban a servir de gran ayuda.
Fernando nos comentó que el gobierno local es quien decide y reparte que familias pueden acoger a los extranjeros y va distribuyendo de forma equitativa los turistas entre las casas que si pueden hospedarlos.
Nuestra familia era evidentemente muy humilde y tanto el pueblo como la casa no contaban con agua corriente ni electricidad y además en época de lluvias, como ahora, no había acceso por carretera. La casa estaba fabricada con ladrillo lo que, tal y como nos contó Fernando, era bastante mejor en invierno porque protegía más de la lluvia y del frío. La casa birmana fabricada con bambú, más tradicional, era bastante mejor para el verano ya que era mucho más fresca. Igual que la casa anterior donde habíamos comido, contaba con una gran planta baja donde se encontraban la cocina y el almacén y una planta de arriba que disponía de dos grandes habitaciones en una de las cuales dormiríamos nosotros. La familia había colocado un estor en el suelo para cada uno que haría las veces de cama y al lado una mesita en común con algo de agua y cerveza birmana para beber.
Uno a uno fuimos esperando turno para asearnos en el baño que no era más que un rincón en un lateral de la casa con un caldero de agua. Los niños de la familia se asomaban desde la ventana y nos observaban entre risas mientras nos lavábamos. Bastante gracioso fue cuando Paula fue a la ducha y por accidente y a pesar de sus esfuerzos mostró su culo blanco a los niños a lo que éstos respondieron desde arriba con carcajadas.
Yo fui el último en pasar cuando ya era completamente de noche y el cielo lleno de estrellas volcaba su oscuridad a nuestro alrededor en las cuatro direcciones. Apenas pude ver nada pero al menos yo estaba a salvo de mirones y ojos curiosos al acecho desde alguna ventana deseando ver mis vergüenzas europeas.
La cena fue increíble: ensalada de aguacate, curry birmano de pollo con arroz, galletas y más mango. Cenamos los seis bajo la luz de las estrellas, arropados de la completa oscuridad por una tímida vela que frágilmente iluminaba la mesa y nuestras caras ya cansadas después del duro día de trekking. Pero estábamos felices. Había sido un día maravilloso, lleno de nuevas experiencias. Mientras charlábamos y cenábamos, de fondo sólo se oía el constante ruido del generador que iluminaba el interior de la vivienda en esas últimas horas del día y la apagada música de la radio que la familia había encendido en la cocina (¿Estaba sonando Katy Perry? ¿Cómo era posible? Hasta aquí había llegado…).
El pueblo se acostaba temprano y nosotros, agotados, hicimos lo mismo. Dormimos en el suelo custodiados por un enorme buda luminoso en una estantería sobre nuestras cabezas.
Mi única preocupación antes de acostarme era que no me entraran ganas de ir al baño de noche, pero en cuando me tumbé, caí rendido y la noche se fue sin que ni si quiera me llegase a dar cuenta.