A las cuatro y media de la mañana nos despertó el sonido del gallo. La familia se levantó pronto, al alba y, claro, nosotros también.
Estábamos sucios y cansados y volver a ponerse el mismo calzado y la misma ropa embarrada del día anterior no fue precisamente la mejor forma de empezar el día.
Desayunamos como reyes, eso sí. Nuestro cocinero volvió a lucirse y empezamos la mañana reponiendo bien energías. No habíamos acabado de desayunar cuando los niños de la casa ya estaban trabajando. Me sentí más burgués que nunca en mi vida.
Nos despedimos de la familia y continuamos ruta, nos quedaba bastante camino por delante: 15 kilómetros.
Fernando nos dijo que iba a ser una etapa rápida y dura pero antes de abandonar el pueblo, nos anunció que haríamos una parada en el monasterio del lugar.
El monasterio era una humilde construcción de madera de teca y en el patio que le rodeaba había un montón de hombres concentrados en la fabricación de cestas de mimbre.
En el monasterio sólo vivían dos monjes a los que, al llegar, Fernando les rindió una solemne reverencia.
El mayor de los monjes tenía 83 años, era un hombre muy mayor y arrugado, enfundado en sus ropajes granates y Fernando nos comentó que apenas se movía del monasterio, donde comía, dormía y pasaba la mayor parte del tiempo.
Un chico joven trabajaba para él y le ayudaba en el día a día. Lo hacía gratis sólo para mantener un buen karma en la vida.
Todo el pueblo colaboraba para mantener el templo.
El anciano monje nos miró con descaro, muy sonriente, con su boca desdentada y después de un rato charlando con él, nos levantamos despidiéndonos con mucha solemnidad, igual que entramos.
Aquel entrañable monje no nos había contado nada sustancial ni revelador sobre la vida
Era un hombre mundano, sencillo, terrenal. Me esperaba algo más místico, una experiencia más profunda o que nos diera alguna lección de vida (como pasa en las películas) pero no fue el caso. Al menos yo no supe verla. Aún así fue genial visitar el monasterio por dentro, y ver un poquito de la vida diaria de aquellos dos hombres, tan humanos.
Ya con los pies sobre el polvo del camino, muy interesante también fue lo que nos fue narrando Fernando al salir del templo que empezaba poco a poco a ganar cada vez más confianza con nosotros.
La educación en Myanmar no es obligatoria, nos comentó. Los padres pueden elegir si el niño va a la escuela, a educarse en un monasterio o bien, ir directamente a trabajar, a aprender en la triste escuela de la vida. Muchas familias no tienen dinero y antes de mandar a sus hijos a trabajar, los llevan a algún monasterio donde al menos tendrá un plato caliente para comer.
La educación primaria es gratuita pero tanto el instituto como la Universidad son de pago, con lo que la mayoría de los jóvenes no tienen acceso a una educación superior.
La Universidad en Myanmar es un ejemplo exponente de las consecuencias de décadas de dictadura militar en el país. La educación universitaria es de una calidad bajísima, faltan profesionales verdaderamente formados y los títulos emitidos por las universidades del país apenas tienen valor debido al bajo nivel del profesorado y de los contenidos académicos. Hay pocos licenciados universitarios y los que hay no están apenas instruidos en la materia en la que están graduados.
La educación, la verdadera base del futuro desarrollo social del país, está ausente en la práctica y hace tambalear cualquier índice de crecimiento económico o apertura política y social.
Y es que en Myanmar hacen falta dosis masivas de transparencia para acabar con dos de los grandes males del país: la inflación y la corrupción.
Fernando espera años más prósperos en el futuro. Él como toda la gente que nos íbamos encontrando afrontaba esperanzado los tiempos venideros.
Fernando era un tío sanote y majo. Nos comentó que no bebía ni fumaba. Tampoco tomaba Bethel. Acorta la vida nos dijo. (En un país con una de las esperanzas de vida más cortas de todo el continente asiático: unos 63 años solamente) y para mí eso ya decía mucho de su persona.
Entre conversación y conversación, seguimos andando y andando durante horas. La jornada se nos estaba haciendo muy dura y el paisaje era ya menos impactante que el día anterior, hoy más pedregoso y seco. Estábamos agotados y hacía muchísimo calor, hasta el punto de que casi echaba de menos la lluvia y el barro de la jornada pasada.
Cuando finalmente llegamos al lago Inle estábamos tan exhaustos que ya ni nos importó pagar los 10 dólares de tasa turista que el gobierno impone a los visitantes que se acercan al lago.
Hicimos una larga pausa para comer con un refresco en la mano bajo una providencial sombra antes de que Fernando y su socio nos viniesen a recoger en el coche para acercarnos por fin hasta el lago donde nos daría un paseo en barco antes de dejarnos en la puerta de nuestro hotel donde ya nos despediríamos de él.
Hola!
Me encanta la sensación mañanera de despertarte y escuchar al gallo cantar y poder oír a los animales despertándose. Me da una sensación de paz muy grande.
En cuanto a lo que dices de la corrupción en Myanmar… bueno creo que ya es un mal en todo el mundo por desgracia.
Saludos y a seguir disfrutando.
Miriam
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Hola! jejeje, la verdad es que si, depertarse en el campo es lo mejor y si, la corrupción por desgracia es un fenómeno universal.
Un saludo!
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