Nuestra primera parada en nuestro viaje por las Antillas fue la isla de Guadalupe. Conocida antiguamente como Karukera (“la isla de las bellas aguas”), Guadalupe es, en realidad, un pequeño archipiélago en pleno Mar Caribe constituido por varias islas: la propia Guadalupe, Marie-Galante, La Désirade, las nueve islas de Les Saints y los 2 islotes perdidos de Petite Terre. Todas en conjunto constituyen una región de ultramar de Francia y parte de la Unión Europea con todas las de la ley.
Esto quiere decir que aunque uno recorra miles de kilómetros desde Europa para cambiar de continente y llegar a Guadalupe, uno puede entrar en la isla simplemente con el documento nacional de identidad que le acredite como ciudadano comunitario, ir a un restaurante y pedir la carta en francés, pagar la cuenta en euros y estar seguro de que a ese restaurante le aplican las normas de sanidad francesas y comunitarias. En ese sentido, Guadalupe tiene el mismo régimen jurídico que Canarias, Madeira o por qué no, Asturias.
Es una sensación extraña porque aunque siga siendo parte de Francia, Guadalupe es el Caribe y se nota. Por muy Francia que sea (y de hecho lo es), Guadalupe rezuma por todos sus costados cultura antillana. Se nota en la comida y en las frutas de los mercados. La música suena en cada rincón de la isla. El francés deja paso al patois creole, el criollo de base francesa, que nació entre los esclavos africanos traídos a trabajar en la isla y el clima, húmedo y vaporoso, es bueno para los mosquitos y un paisaje plagado de palmeras nos habla de latitudes mucho más cálidas que la francesa.
Y los guadalupeños, descendientes africanos en su mayor parte, dulces y reservados, son antillanos hasta la médula.
Guadalupe es un verdadero crisol de culturas: indios, sirios, blancos, libaneses, haitianos, dominicanos, dominiqueses han tenido a lo largo de su historia encuentro en este pequeño rincón del Caribe con la más pura cultura afro-franco-caribeña.
Aunque Guadalupe es parte de la Unión Europea, también es una de sus regiones menos favorecidas. Aquí el paro cabalga a lomos de una economía totalmente dependiente del turismo, de la agricultura y de las ayudas de la Unión Europea. Su Producto Interior Bruto por habitante es la mitad que el de la Francia metropolitana.
Y esto ha hecho surgir tensiones en los últimos años; manifestaciones y huelgas exponen las disparidades y profundas diferencias sociales y étnicas dentro de la isla. En enero del 2009, los 44 días consecutivos de huelga para reclamar atención en la metrópoli sobre los problemas de Guadalupe pusieron sobre la mesa el malestar social que aqueja a este pequeño rincón del Caribe. Da la sensación de que quedan rencillas históricas que solventar todavía en este paraíso del Caribe.
Nosotros llegamos a Guadalupe un martes en pleno mes de agosto. Nos alojábamos en Petit-Bourge, una pequeña localidad situada en Basse-Terre. Petit-Bourge era pequeño y tranquilo, muy antillano, un pueblecito puramente residencial, nada que ver con el Caribe francés pijo que uno a priori se podría esperar de estos lugares. El pueblo estaba lleno de pequeñas casas bajas de colores de origen colonial, con bonitos soportales donde muchos vecinos estaban apostados disfrutando de la tarde.
La casa donde dormíamos era de una sola planta y hacía mucho calor en su interior porque no funcionaba muy bien el aire acondicionado pero lo cierto es que la casa estaba de lujo, con todas la comodidades y perfectamente equipada. Y muy barata para todo lo que ofrecía.
La casa la regentaba una mujer oronda a la que no entendíamos muy bien cuando hablaba francés pero que era muy simpática. Vivía en la casa de al lado y después de atendernos y darnos las llaves se sentó en el porche de su casa con su marido a disfrutar del frescor del crepúsculo y allí siguió los dos días que estuvimos, saludándonos cada vez que llegábamos con el coche.
Salimos a cenar y a dar una vuelta por Petit-Bourge, cenamos un bokit, el sándwich típicamente guadalupeño, una especie de empanada bocadillo de pan frito y relleno de carne, ensalada y queso, que compramos en un puestecillo en pleno centro del pueblo.
Era de noche y hacía calor así que decidimos devorar nuestros bokit en un parque frente al ayuntamiento. Tengo que reconocer que a mí no me gustó mucho el mío, podía notar al masticar los trozos de hueso de pollo.
El parque estaba a rebosar. Parecía que todo el pueblo se había apostado frente a la enorme pantalla del cine de verano, donde estaban proyectando la película sobre la vida de Nelson Mandela, a la que todo el mundo prestaba mucha atención. Me pareció curioso que estuviesen proyectando justamente esa película que tuve la ocasión de ver en mi viaje a Sudáfrica del año anterior y me di cuenta, por los aplausos y pasión con la que disfrutaban del film los habitantes de Petit-Bourge (la misma pasión y aplausos que exhibían los sudafricanos frente a su lider) de que el mítico Nelson Mandela era un auténtico icono no solo en África si no también allí, a miles de kilómetros, en Guadalupe en pleno Caribe, donde la importante población negra procedente de África había sufrido en el siglo XVIII y XIX las consecuencias de la esclavitud y de un sistema discriminatorio. Una vez más, ahí estaba la conexión Afro-Caribe- pensé.
Al día siguiente, algo más recuperados del efecto del jet-lag nos lanzamos a conocer Guadalupe.
Petit-Bourge, donde nos alojábamos, se encontraba en Basse-Terre, la parte oriental de la Guadalupe.
Guadalupe propiamente dicha en realidad son dos islas separadas por un estrecho brazo de mar y conectadas ambas por dos puentes y autopistas: Grande-Terre y Basse-Terre. La primera es una enorme y árida planicie donde se encuentran la mayor parte de las playas, de los resort turísticos y del terreno dedicado a la agricultura. En cambio, Basse-Terre donde nos alojábamos es mucho más montañosa, frondosa y verde con el todopoderoso volcán de la Soufrière (1467 m) dominando el entorno.
Durante nuestro tiempo de estancia en Guadalupe nos dedicamos a recorrer, sobre todo, Basse-Terre ya que, por desgracia, no teníamos tiempo para más.
Aquel miércoles de agosto, sin un objetivo claro, nos montamos en el coche y nos lanzamos a “conquistar” la isla. De Petit-Bourge bajamos toda la carretera de la costa en dirección a Vieux-Fort, en el sur de Basse-Terre.
A mitad de camino, tomamos un desvío y nos internamos en el interior de la isla, rumbo a las chutes de Carvet, en las faldas del mismísimo volcán de la Soufrière.
Las cataratas de Carvet son tres impresionantes caídas de agua en plena selva tropical húmeda. Son la atracción turística más visitada de la isla y casi 400000 personas acuden anualmente hasta allí atraídos por las maravillosas vistas que suponen estos impresionantes saltos de agua. (Eso sí, gran parte del turismo que reciben es francés. Durante nuestra estancia en Guadalupe no nos encontramos prácticamente con ningún turista extranjero).
La segunda cascada es la más accesible y también la más turística, y supone una caída de unos 110 metros, superada por la primera catarata que mide 115 metros de alto desde los 1300 metros de altitud.
La tercera mucho más modesta que sus dos hermanas sólo mide 20 metros de altura, pero a cambio, su acceso es muy complicado siendo alcanzable solo para aquellos montañeros más experimentados ya que es la caída de agua de más altura de Guadalupe.
A mitad de camino, paramos a desayunar en un pequeño negocio al borde de la carretera regentado por una anciana señora de espíritu tranquilo y reposado, no podía ser de otra forma en el Caribe.
La buena mujer nos vendió unos plátanos que sabían a gloria y nos sirvió unos zumos de fruta natural de los que dimos buena cuenta (eso sí, a precios europeos o franceses) . Al principio, la buena mujer fue algo tosca pero después de un rato hablando con ella, se soltó y fue muy maja. Ella misma tostaba el café y nos lo mostró como prueba. Yo no soy muy cafetero pero mi amiga Mar S. se tomó un café que a la vista de su cara de satisfacción debía estar bastante bueno.
Además de frutas, también vendía ron y los estantes de la tienda estaban llenos de botellas, al fin y al cabo, el ron forma parte de la cultura misma de las islas y de todo el Caribe.
Después de esta parada de avituallamiento, seguimos subiendo por aquellas empinadas carreteras rumbo a la segunda cascada de Carvet . Nuestro pequeño coche no resultó el más idóneo para abordar las carreteras de la isla. Su motor sufría con cada cuesta y hubo un momento en que tuvimos que parar el coche porque empezamos a oler a goma quemada y las ruedas empezaron a humear debido al esfuerzo.
Nuestro coche como el de otros conductores se había quedado atascado en aquella curva. Esta escena y un par de parones más que tuvimos más tarde dieron lugar a escenas bastante divertidas y surreales, de gente atrapada en los empinados ascensos empujando sus coches para intentar superar las pendientes. Lo bueno es que todo el mundo se lo tomaba a risa y con bastante tranquilidad. En un lugar tan increíble como Guadalupe supongo que no puedes hacer otra cosa.
Al final nosotros desistimos y la última parte del trayecto la hicimos andando. Teníamos miedo a cargarnos el coche y no poder llevarlo de vuelta a buen puerto. Tome buena nota mental: la próxima vez, si la hubiese, buscarse un coche potente para poder conducir sin problemas por las carreteras de Guadalupe, llenas de desniveles y empinadas cuestas.
20 minutos de trekking separan la carretera de la segunda cascada de Carvet. El paisaje es frondoso y espectacular y realmente la estampa que ofrecen las cascadas tanto en la distancia como en la cercanía es increíble. Una palabra me vino a la mente con aquel espectáculo de la naturaleza frente a mí: exuberancia. Contemplando las fabulosas caídas de agua que suponen las cascadas de Carvet no es de extrañar que los antiguos pobladores de la isla, la denominaran acertadamente la “isla de las bellas aguas”.