Era muy pequeño cuando vi por primera vez la película “Mas allá de Rangún” dirigida por John Boorman en 1988 y protagonizada por Patricia Arquette, mucho antes de que esta actriz se convirtiera en Medium o ganara un Oscar por su papel de madre en Boyhood. Puede que no sea quizás la mejor película de la historia del cine pero yo me quedé fascinado por las vivencias de una turista americana atrapada en una Birmania ochentera convulsa en pleno golpe militar con un paisaje humano y visual entre lo peligroso, lo exótico y lo desconocido.
Por aquel entonces, siendo un niño, la idea de viajar a Rangún (la actual Yangon) era casi inalcanzable y la sola mención del nombre de la ciudad me producía una sensación de emoción y aventura, como si estuviera hablando de la capital de un país en otro planeta, lejano e inexpugnable.
Por eso, cuando al alba nuestro moderno y cómodo autobús procedente de Inle llegó a las fueras de Yangon, sentí una especie de cosquilleo en el estómago y a pesar del cansancio sonreí para mis adentros consciente de que estaba haciendo realidad otro sueño infantil.
Fue allí, en las afueras de Yangon, estando todos algo dormidos todavía, que el autobús hizo una breve parada que nuestros amigos chilenos Magdalena y Nico aprovecharon para apearse y buscar un taxi rumbo al aeropuerto. Con Magdalena y Nico habíamos estado compartiendo viaje durante los últimos e intensos días pero ahora ellos partían rumbo a Tailandia. Era el momento de la despedida, nuestros caminos se separaban y a partir de Yangon continuaríamos el viaje nosotros cuatro solitos. Les echaríamos de menos
Yangon (o Rangún) es la ciudad más importante de Birmania. Con más de 4000000 de habitantes es una gran ciudad y es el único lugar de todo el país, fundamentalmente agrario, en el que tuve realmente cierta sensación de aire urbano. Los birmanos aquí van más a lo suyo y mientras en otras partes del país, los locales nos salían al paso al son de sus mingalaba (hola en birmano), aquí los yangonitas nos miraban con cierto deje de indiferencia.
Aunque sigue siendo el verdadero motor económico y el mayor núcleo en población del país, desde el año 2005 Yangon dejó de ser la capital de la Unión de Myanmar. La junta militar mudó todas las instituciones gubernamentales y el poder ejecutivo a la fantasmagórica ciudad de Naypydaw, a más de 300 kilómetros al norte de Yangon.
La ciudad de Naypydaw fue creada prácticamente de la nada y fue fundada y pensada precisamente como capital de la nueva Myanmar que la dictadura militar tiene en mente. Los motivos por los que el gobierno decidió mover la capital de la histórica ciudad de Yangon a Naypydaw no parecen claros y se pierden en los rumores y las habladurías.
La versión oficial explicó que Yangon se había vuelto una ciudad demasiado congestionada y masificada en la que al gobierno le resultaba difícil diseñar nuevos planes de expansión y crecimiento, pero las verdaderas causas por las que se decidió mover la capitalidad de la histórica ciudad de Yangon permanecen ocultas en la penumbra política aunque las especulaciones son muchas: desde que la nueva capital está geográficamente en el centro (más próxima a los rebeldes estados de Shan o Kayin) hasta que es más segura frente a ataques militares extranjeros. Incluso se han barajado motivaciones astrológicas o personales, debido a la animadversión de la actual cúpula militar hacia ese Yangon, símbolo incontestable del pasado del país.
Lo cierto es que Naypydaw es hoy en día casi una ciudad fantasma. Las obras faraónicas que supusieron la construcción de novo de una ciudad de la nada han resultado carísimas y los enormes rascacielos, los modernos centros comerciales y las largas autopistas que conducen a Naypydaw aparecen hoy desiertas y vacías mientras que Yangon continúa marcando el pulso del corazón de una nación que continúa bajo pronóstico político reservado.
Yangon es una ciudad decadente y destartalada, caótica, ruidosa y muy calurosa. El tráfico es incesante y el ir y venir de gentes y personas hacen difícil abordar Yangon de entrada y viandantes se entremezclan con pitidos, olores y vapores que convierten en Yangon en una experiencia puramente sensorial.
Hay muchos coches. Muchísimos. Claro. A diferencia de otras partes del país y del continente, en Yangon no hay motociclistas. La junta militar las prohibió hace unos años en teoría por su peligrosidad pero tal prohibición surgió a raíz del atentado que surgió un alto cargo desde una moto cuando viajaba tranquilamente sentado en su coche oficial. Parece absurdo prohibir todas las motos en una ciudad del tamaño de Yangon, pero todas las decisiones políticas en Myanmar parecen crípticas y arbitrarias, sin ningún sentido de la lógica. El resultado es un tráfico imposible.
Aunque la ciudad fue fundada allá por el siglo XI, los ingleses durante el periodo colonial dotaron a la ciudad de elegantes barrios y edificios, hospitales, universidad, bibliotecas y amplias y espaciosas avenidas.
Esto hace que en la actualidad, Yangon posea el mayor conjunto histórico colonial de todo el Sudeste Asiático. Lamentablemente muchos de esos hermosos edificios están en un lamentable estado de conservación, muchos de ellos casi en ruinas y comidos por la lluvia y la contaminación.
Junto a ellos, enormes edificios de reciente construcción y rascacielos parecen estar devorados por el mismo aire de decadencia de la ciudad. Son gestos de modernidad que crecen como setas al calor del supuesto crecimiento económico del país.
Del mismo modo que todos los habitantes de Yangon parecen tener un móvil y se afanan en teclear en las pantallas de sus portátiles sin que esto signifique realmente una apertura democrática en firme del país, tiendas de recientes inauguración y nuevas edificaciones dan otro aire a la ciudad intentando acercarla a otras grandes urbes asiáticas como Bangkok o Singapur. Pero en el fondo son solo eso gestos, espejismos de una bonanza que no se refleja en la gente de a pié y en los asuntos que afectan directamente a sus asuntos diarios de sus habitantes.
Mientras que el gobierno fomenta una especulación inmobiliaria incipiente que amenaza con arrasar (y de hecho ya lo está haciendo) con gran parte del patrimonio histórico y colonial de Yangon, gran parte de la ciudad sufre continuos cortes de luz y agua y muchos barrios ni si quiera tienen acceso a las instalaciones higiénicas más básicas como la recolección de basuras, el agua corriente o la electricidad.
Y claro, los habitantes de la ciudad, acostumbrados a enfrentar dificultades y soportar muchas necesidades, se buscan la vida como pueden. De los altos edificios cuelgan cuerdas con pinzas para poder subir las compras y los periódicos sin tener que bajar las numerosas escaleras (ya que a menudo no hay corriente eléctrica para hacer funcionar los ascensores, si es que disponen de ellos) y muchas casas cuentan con generadores propios para hacer funcionar los televisores cuyas antenas parabólicas adornan los techos y fachadas despintadas de los enormes edificios. Otro espejismo más de apertura en falso ya que por lo que nos dijeron apenas si se podían sintonizar canales extranjeros (que no fuesen chinos o birmanos).
A pesar del caos, de lo triste y gris de la ciudad, de su tráfico imposible, hay algo en Yangon que atrapa. La gran cantidad de librerías que se pueden ver en cada esquina (los birmanos son grandes aficionados a la lectura) llenas de libros viejos y comidos por la humedad, la parsimonia dorada de sus templos (ya sean musulmanes o budistas), el claqueteo de las viejas máquinas de escribir en cada rincón y oficina y el peso nostálgico casi añorante de un tiempo pasado que nunca fue mejor hacen que sin quererlo le cojas cierto cariño a la ciudad a pesar de su carácter áspero y agresivo, que hacían que yo estuviese deseando salir pitando de allí.