Madrugamos muchisimo. Las calles de Marrakech, alrededor de la plaza Fna Jemaa estaban sorprendentemente vacias. Era muy temprano y la ciudad todavía dormía.
Aparcado en una esquina estaba nuestro autobus-furgoneta donde viajaríamos casi hacinados durante las próximas horas y los casi 400 kilometros (lo que en Marruecos supone una distancia más que considerable).
Y poco a poco nuestros compañeros de viaje fueron mostrándose y tomando asiento dentro del autobus. Todos tan típicos y representativos de sus nacionalidades que casi parecía un chiste: un grupo de animadas inglesas muy jovenes y alocadas, una pareja veneciana tan pija como distante, unos jovenes enamorados marroquíes residentes en París pero visitando su tierra natal, un orondo matrimonio de unos cincuenta años de nacionalidad holandesa, y un hombre árabe acompañado de su guapa mujer envuelta en su velo embarcados ambos en plena luna de miel y finalmente nosotros cuatro, españoles treintañeros viajando sin pareja.
El coche arrancó y tras atravesar Marrakech y sus alrededores durante cerca de una hora, la carretera serpenteante y ascendente se fue adentrando en el imponente macizo de los Atlas.
La temperatura fue descendiendo progresivamente a medida que avanzabamos y el paisaje se fue transformando, enverdeciendose y ganando en espectacularidad. Pequeños pueblos de barro salpicaban el entorno y se alternaban con tierras de cultivo, riachuelos y abruptos accidentes de terreno. De vez en cuando humildes pastores atendiendo el ganado se dejaban ver y todo aquel paiseje humano y natural hacía las delicias de la camara de la mujer holandesa que sacaba fotos por la ventana como si hubiera sido poseida o tuviese un tic en el dedo.
La pavimento estaba en buen estado y aunque a veces los barrancos daban bastante vértigo, personalmente, me esperaba que el estado de la carretera fuese todavía peor.
El autobus-furgoneta fue devorando los kilometros con la rapidez que la carretera de dos carriles y llena de curvas permitía y el trayecto era interrumpido sólo en contadas ocasiones para disfrutar de algunas vistas ya decididas de antemano o para la típica pausa de café y baño en algun local de carretera donde probablemente nuestro conductor cobrara comisión por llevarnos hasta allá. Estas excursiones siempre son así. No hay apenas posibilidad de decidir. Renuncias a gran parte de tu libertad sacrificada en pos del grupo.
Una vez superado el obstaculo de las montañas, el paisaje cambio radicalmente y el terreno se tornó menos abrupto pero mucho más seco y árido, mostrando ya el desierto timidamente sus patas. Nos estabamos acercando ya a las estribaciones del Sahara.Antes de llegar a Zagora, en pleno valle de Ounila, muy cerquita de la localidad de Ouarzarzate que visitaríamos al día siguiente, el autobus se detuvo en las inmediaciones de la imponente ksar de Aït-Ben-Haddou, una envejecida ciudad fortificada de barro en la antigua ruta de caravanas entre Marrakech y el Sahara, para mi personalmente, una de las paradas imprescindibles de aquel viaje.
Aït-Ben-Haddou es impresionante. Aparece imponente en el horizonte, encaramado en lo alto de una colina, rodeado de palmeras, de un vivo y brillante color rojo en medio de una vasta extensión de terreno. Es uno de esos lugares imaginados e imaginarios, escenario utópico de batallas, aventuras y sueños de Oriente, exótico y cinematográfico. Y lo de cinematográfico no puede aplicarse a ningún sitio mejor que a Aït-Ben-Haddou, ya que esta ksar Patrimonio de la Humanidad, ha sido el plató de rodaje de multitud de películas, desde Gladiador hasta Babel, pasando por las más clásicas como Cleopatra o Los Diez Mandamientos. No es de extrañar porque pocos lugares he visto en Marruecos tan evocadores como esta magnífica ksar de Aït-Ben-Haddou.
Hacia mucho calor cuando nos adentramos en el interior de la ciudad fortificada. Apenas quedan residentes en su interior, ya que la mayor parte han huido al otro lado del río, justo enfrente, buscando en la ciudad nueva mejores condiciones de salubridad y de acceso al agua. Aún así aún quedan algunas familias viviendo entre las callejuelas de la ciudad, y alguna que otra tienda de souvenir se deja ver ofreciendo desde pinturas típicas de la región hasta los más manidos recuerdos que se pueden encontrar en cualquier otra parte del país.
Algunas de las familias abren las puertas de sus casas a los turistas, a cambio de una pequeña compensación económica, y puede ser una buena oportunidad de visitar una casa tradicional bereber. Saltaba a la vista que las familias que aún resisten viviendo en Aït-Ben-Haddou son bastante humildes y no poseen una posición económica privilegiada y habitan el recinto amurallado en unas condiciones bastante deficitarias en cuanto al acceso a los servicios básicos como agua o luz. No resulta dificil comprender porque la mayor parte de sus habitantes han abandonado el recinto amurallado.
Visitamos Aït-Ben-Haddou en mayo y, como ya dije, antes hacia un calor insoportable. Tanto que mi prima casi se desmaya subiendo a lo alto de la ciudad para intentar contemplar las vistas desde arriba (Unas vistas magníficas, por cierto. Algo que ella no pudo comprobar poque cuando llegó a lo alto ya ni veía y lo único que pudo hacer fue colocarse a la sombra de un muro mientras un hombre bereber la abanicaba y le daba un poco de agua y consuelo).
No me quiero ni imaginar lo que tiene que suponer visitar la región en pleno verano, donde se alcanzan en Aït-Ben-Haddou, tal y como nos dijeron, los 50ºC.
Estabamos ya en el desierto. Y se notaba. Tras un buen rato merodeando por la ksar, volvimos a la ciudad nueva y comimos en uno de los vacios restaurantes que han florecido allí para acoger el frecuente turismo que visita la ciudad antigua. Después de haber llenado el estómago, todos nosotros volvimos al coche furgoneta y ya sentados y acomodados en su interior, pudimos refrescarnos un poco y continuar trayecto, ahora sí, hacia la localidad de Zagora. Aún nos quedaban unas cuantas horas de viaje y unos cuantos kilometros por delante.